Hoy he conocido un dato
que no hace más que confirmar una sospecha: el futuro demográfico de la
humanidad está en África. La media
de edad en cada continente así lo revela. En Europa es de 42 años. Le
siguen América del Norte (35), Oceanía (33), Asia y América latina (31). A una
diferencia considerable está África, con una media de 18 años. En mis viajes
misioneros lo he visto con claridad. Europa es un continente de ancianos. África,
y en menor medida Asia y América, están llenas de niños y jóvenes. Estos datos
admiten muchas lecturas e interpretaciones. Las matemáticas no ofrecen por sí
solas la clave para interpretar lo que está pasando, pero nos proporcionan un punto de partida. Se suele argüir que, a medida que crece el nivel económico, disminuye el
número de hijos, pero no siempre es cierto. Es verdad que tener pocos hijos puede faciltar un mejor nivel de vida a corto
plazo, pero no a medio y largo plazo. Una sociedad con la pirámide de edad
invertida (pocos niños y jóvenes en la base y muchas personas mayores en la cúspide) o parecida a un rectángulo vertical es una sociedad que camina irremediablemente hacia su desaparición. El actual bienestar
no prepara el bienestar de las generaciones futuras, sino que lo hipoteca. Una
sociedad de este tipo, ¿se puede considerar “evolucionada” o, más bien, “retrógrada”?
Me cuesta entender que no
se produzca entre nosotros un cambio de paradigma. Lo que hace noble a una
sociedad no es su renta per cápita, sino su aprecio y defensa de la vida, los
recursos que invierte para asegurar que todos sus habitantes (desde los niños a
los ancianos) tengan sus necesidades cubiertas y puedan vivir con dignidad, no con excesos. La única manera de lograr sociedades en las que no haya
desigualdades sangrantes es un estilo de vida sobrio, una cultura de la solidaridad. Se necesita igualmente
entender la natalidad como un bien social de primera magnitud. Si así fuera, se
cambiaría la legislación laboral y se arbitrarían todas las medidas necesarias
para que los padres con hijos pequeños recibieran las ayudas necesarias para
educarlos. Cada niño es un don para sus padres y familiares, pero lo es también
para la sociedad. Hay, pues, una responsabilidad colectiva que no se puede
soslayar. Es verdad – como afirman los padres jóvenes – que hoy es muy caro educar a un
hijo en Europa. Pero ¿de verdad es necesario proveerlos de tantas cosas y de
tantas supuestas “oportunidades”? Es verdad que un niño necesita una buena
alimentación, una casa, juguetes, educación, etc. Los padres se desviven por proporcionarle todo esto.
Pero las mejores “armas” para afrontar la batalla de la vida son de otro tipo.
Y, mucho me temo, que muy a menudo estas “armas” no existen o están poco
afiladas.
No me gusta mucho la
metáfora bélica, pero, una vez sugerida, no tengo más remedio que seguir con
ella. ¿Qué es lo que, de verdad, nos hace felices en la vida y nos ayuda a afrontarla? ¿Qué “armas” necesitamos? No tengo muchas dudas: el cariño que recibimos, la capacidad de encajar las frustraciones y no
hundirnos ante las adversidades, la generosidad para buscar el bien de los demás
y no solo nuestro propio interés… Santa Teresa de Calcuta resumió muy bien su
ideal en la vida: “Dios no me ha llamado a tener éxito, sino a ser fiel”. Educar
a los niños para que triunfen, para que se coloquen un peldaño por encima de
los demás hace de nuestro mundo una competición permanente, una batalla sorda
que a veces estalla en guerra abierta. No tenemos que triunfar sobre nadie
porque el premio ya se nos ha concedido de antemano: ser hijos de Dios. ¿Hay
algún posible triunfo más alto que este?
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