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domingo, 24 de marzo de 2019

Ir a la raíz

El Evangelio de este Tercer Domingo de Cuaresma parece escrito para las personas indignadas. ¿Y quién no se indigna hoy ante el panorama de injusticia y corrupción que nos rodea? Las víctimas de los desastres naturales nos dejan también sin palabras. Es como si Dios se hubiera olvidado de ellas. Cuando algo no nos gusta, la primera reacción es siempre quejarnos, protestar, echarnos a la calle, buscar culpables, imaginar soluciones milagrosas. Si llega el caso, destrozamos el mobiliario urbano, quemamos autobuses y rompemos los vidrios de los bancos y tiendas de lujo. Lo hacen cada semana los famosos chalecos amarillos en Francia. Para prevenir sus desmanes, Macron saca el ejército a la calle. Otros, si pudieran, irían más lejos. Se armarían hasta los dientes para acabar con todos los que consideran impostores o enemigos. El asesino de 49 personas en una mezquita de Nueva Zelanda es un caso reciente. Algunos líderes políticos actuales están desempolvando el hacha de guerra. Sus seguidores los apoyan porque les parece que esa exhibición de fuerza es la única manera de acabar con todos los problemas. La violencia es siempre la tentación de quien cree que las cosas cambian a base de aplastar a los enemigos. Para ello, aducen ejemplos históricos. Es verdad que algunas situaciones de opresión han cambiado como consecuencia de acciones violentas, de revoluciones y de guerras, pero ¿podemos afirmar que han hecho un mundo mejor? En realidad, toda violencia acaba engendrando nuevas formas de dominación porque siembra los gérmenes del desprecio. 

Jesús era muy consciente de esta dinámica perversa. Por eso, cuando le tienden una trampa para que apruebe la violencia contra Pilatos por haber asesinado a algunos judíos en el templo mezclando su sangre con la de los sacrificios, él se niega a entrar en ese juego. Muchos se escandalizaron. Esperaban de él una respuesta más contundente, más “eficaz”. Es claro que Jesús no aprueba la injusticia. Pero − para escándalo de unos y otros − es más claro todavía que no considera que la violencia sea la respuesta justa. Él nos propone una solución mucho más eficaz, pero más difícil: ir a la raíz, cambiar de mentalidad. ¿De qué sirve, por ejemplo, que la revolución bolchevique acabe con la opresión zarista en Rusia si pronto instaura un nuevo régimen exterminador? Los ejemplos abundan en todo el mundo. Son de ayer y de hoy. Lo que nace violentamente solo puede perdurar violentamente. Y ya se sabe que nihil violentum durabile. Una buena parte de los tiranos han terminado sus vidas como ellos terminaron con la de otras personas. 

La propuesta de Jesús es tan radical, tan transformadora, que, después de dos mil años, todavía no hemos llegado al punto de conciencia necesario para comprenderla, y menos para hacerla cultura. Solo unas pocas personas han tenido el coraje de tomarla en serio. Lo que Jesús propone es “hacerse víctima” de la violencia para derrotarla desde dentro con la única arma eficaz: el amor. Las personas que se saben amadas y que encuentran en el amor la razón de su felicidad no necesitan agredir a nadie para sentirse dignas y seguras. La violencia es, en el fondo, un signo de vacío y debilidad, el espejismo que nos hace creer que el abuso del poder puede reemplazar al don del amor.

¿Cuánto tiempo necesitamos para caer en la cuenta de esta nueva manera de entender la vida y hacerla nuestra? A través de la parábola de la higuera, Jesús nos recuerda que Dios siempre da una “prórroga”, un año de gracia, a quien de verdad quiere cambiar, convertirse. Y eso es lo que la Iglesia nos propone también en el tiempo de Cuaresma. Pero, muy a menudo, no sabemos − o no queremos  aprovechar esta oportunidad. Entonces, lo que no consigue la liturgia con su pedagogía tranquila, acaba consiguiéndolo la vida misma. Estoy convencido de que solo cambiamos de mentalidad cuando la vida nos coloca frente a experiencias fuertes que nos obligan a elegir entre la verdad y la mentira, la justicia o la iniquidad, el perdón o la venganza, la vida o la muerte. 

Jesús nos propone anticipar al presente la lucidez que probablemente tendremos en el momento de la muerte. O, de una manera más drástica: vivir ahora , hoy, como nos gustaría vivir mañana en la vida definitiva. Quienes se esfuerzan por hacerlo no necesitan estar comparándose con los demás, envidiar sus posesiones, responder con altanería, agredir, pisotear, ignorar. Sin personas “convertidas” al amor cualquier cambio logrado a base de violencia siempre será pan para hoy y hambre para mañana. Los seres humanos no tenemos paciencia para esperar. Dios, por suerte, es un Dios paciente y misericordioso. Feliz domingo. 

1 comentario:

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