En mi comunidad, los
viernes por la tarde solemos hacer un ejercicio de lectio divina en grupos sobre el evangelio del domingo siguiente. Los
viernes de Cuaresma, sin embargo, sustituimos la lectio
por el Viacrucis. Hace apenas dos
horas que hemos concluido. Es un ejercicio con el que me identifico cada vez
más, quizás porque en el camino de la cruz de Jesús veo sintetizados todos los
caminos dolorosos que voy encontrando en la vida, los propios y los de otras
personas. Hoy, sin ir más lejos, nos ha llegado la noticia de la
matanza en Nueva Zelanda. No hay palabras. Un amigo mío me escribe desde Venezuela lo
siguiente: “Creo que se han enterado de lo que ha acontecido durante los
últimos días. Realmente ha sido una situación muy fuerte. Estuvimos casi cien
horas sin energía eléctrica, las comunicaciones todas muertas. Creció el miedo
y la incertidumbre al no saber nada unos de otros. Quiera Dios que Venezuela
salga de toda esta situación. Y estoy convencido, sin duda alguna, que deben
salir quienes tienen al país secuestrado. Este régimen debe caer; si no, no
habrá cambio alguno y la crisis se acrecentará más y más. Contamos con sus
oraciones para mantenernos de pie y con una actitud esperanzadora”. Tampoco hay palabras. Como
contraste, millones
de jóvenes se han manifestado en todo el mundo contra el calentamiento
global. Intuyen que serán ellos quienes más sufrirán las consecuencias de
nuestra falta de compromiso. Me alegro de esta respuesta. Algo tiene que cambiar antes de que sea demasiado tarde.
Es imposible acompañar a
Jesús en su camino a la cruz sin que pasen por la cabeza estas y otras
situaciones, algunas muy ligadas a la vida personal. Las estaciones del Viacrucis son un recorrido por el
misterio de la injusticia, la condena, la caída, el desprecio, la tortura, el
sufrimiento y la muerte. Pero también por las estaciones de la compasión, la
ayuda, la presencia y la esperanza. Cuando se empieza la primera estación (Jesús
es condenado a muerte), ¿cómo no pensar en los millones de personas que a
diario sufren condenas? No me refiero tanto a las condenas judiciales, cuanto a
las condenas impuestas por el hambre, la falta de vivienda, la depresión, la
soledad, el desempleo crónico, el alcoholismo, la violencia, el menosprecio, el
acoso laboral y sexual y otras muchas circunstancias en las que los seres
humanos nos vemos arrojados al margen? En el rostro del Jesús condenado
injustamente veo los rostros de esas personas. Siento una profunda tristeza y
un punto de rabia. Pero la cosa no ha hecho más que empezar.
La piedad popular ha imaginado a Jesús cayendo tres veces bajo el peso del patibulum, el madero horizontal de la cruz. Las caídas de Jesús lo acercan a todos nosotros que también experimentamos muchas caídas en nuestro camino de la vida, que tropezamos y volvemos a levantarnos y que, a veces, sentimos que nos faltan las fuerzas para intentarlo una vez más. No es lo mismo caer en solitario que caer junto al Jesús que se desploma en tierra con el cuerpo ensangrentado. El ejercicio del Viacrucis comunitario dura apenas media hora y, sin embargo, en su extrema sobriedad, está cargado de fuerza. Es un ejercicio que no sobrevuela la vida, sino que la traspasa; que no esconde el dolor y el sufrimiento, sino que los afronta.
La piedad popular ha imaginado a Jesús cayendo tres veces bajo el peso del patibulum, el madero horizontal de la cruz. Las caídas de Jesús lo acercan a todos nosotros que también experimentamos muchas caídas en nuestro camino de la vida, que tropezamos y volvemos a levantarnos y que, a veces, sentimos que nos faltan las fuerzas para intentarlo una vez más. No es lo mismo caer en solitario que caer junto al Jesús que se desploma en tierra con el cuerpo ensangrentado. El ejercicio del Viacrucis comunitario dura apenas media hora y, sin embargo, en su extrema sobriedad, está cargado de fuerza. Es un ejercicio que no sobrevuela la vida, sino que la traspasa; que no esconde el dolor y el sufrimiento, sino que los afronta.
Al acabar la decimocuarta
estación experimento una gran quietud. La resurrección no llega de golpe. Nos
quedamos en situación de espera, pero todo hace intuir que la muerte, recordada
dos estaciones antes, no constituye la última palabra. En la última estación
van creciendo las semillas de compasión y esperanza sembradas a lo largo del
camino. De nuevo aparece la figura de la Madre, la que estaba en la Via dolorosa y la que estaba junto a la
cruz, la que no dice nada, pero “espera el triunfo de Jesús sobre la muerte”. Me
voy a cenar con la convicción de que no hay lágrima que Dios no enjugue, que no
hay injusticia que no sea reparada, ni muerte que no sea derrotada por el Dios
de la Vida. El Viacrucis, aunque me conecta con los dolores de nuestro mundo,
no me sume en un hoyo de tristeza. No es un ejercicio masoquista o desesperado.
Vivir el dolor junto a Jesús produce, por paradójico que resulte, una gran paz.
La fe cristiana nunca esconde la cara oscura y dolorosa de la vida. Tampoco la exhibe con impudicia.
La acepta con serenidad y la traspasa con esperanza. Sé que, tras el Via crucis, hay un Via lucis. Todo tiene su tiempo.
Gonzalo, gracias por compartir esta reflexión. De momento me quedo con: Vivir el dolor junto a Jesús produce, por paradójico que resulte, una gran paz.
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