Ayer tuvimos una larga videoconferencia
con el representante de los claretianos en las Naciones Unidas. Es originario de Sri Lanka, pero tiene su
oficina en Nueva York. Está todavía en la etapa inicial de su trabajo. Es normal
que ande un poco perdido mientras se familiariza con el ambiente y acaba de conformarse el equipo de tres personas que se dedicarán a este ministerio. No es fácil manejarse por los vericuetos, no solo físicos,
de la sede de las Naciones Unidas, una institución que −dicho sea de paso− tiene que espabilarse para ganar
credibilidad. En el curso de la conversación se refirió en varias
ocasiones a la global citizenship; o
sea, a la ciudadanía
global. No sé si los lectores del Rincón
están muy familiarizados con este concepto. Se trata de “una corriente social
que impulsa un nuevo modelo de ciudadanía comprometida activamente en la
consecución de un mundo más equitativo y sostenible”. Detrás de esta corriente
hay una concepción del mundo como espacio común compartido por todos los seres
humanos en el que las divisiones en continentes y estados pasan a un segundo
plano. Todo está conectado. Lograr un mundo más equitativo y sostenible solo es
posible cuando tomamos conciencia de que las fronteras políticas no son
sagradas y de que todos somos responsables del presente y futuro de la gran
familia humana.
Es curioso que, mientras
en muchos jóvenes crece esta conciencia de ciudadanía global (las
manifestaciones de ayer son un claro ejemplo), aumentan los nacionalismos
pequeños, la defensa a ultranza de “lo propio” (¿qué es “lo propio”?) y el odio
hacia “los otros” (la matanza de Nueva Zelanda es otro síntoma trágico). Es
probable que nos resulte casi imposible tener una actitud “glocal”, que es como denominan los partidarios de esta corriente
al justo equilibrio o armonía entre lo “global” y lo “local”. Ambos polos son
imprescindibles en la dinámica de la vida. La afirmación de uno solo conduce a
desequilibrios que acabamos pagando caros. La ciudadanía global no desprecia el
valor de las tradiciones propias, el amor a la propia tierra, lengua o
cultura. Lo que busca es poner las riquezas particulares al servicio de la
construcción de un mundo equitativo y sostenible. Estos dos adjetivos se
repiten mucho. Aluden a la igualdad fundamental de todos los seres humanos (no al igualitarismo)
y a la sostenibilidad del planeta mediante un uso racional y solidario de los recursos.
Mientras avanzaba la
videconferencia entre Nueva York y Roma, me preguntaba si yo me siento un
ciudadano global. Creo que sí. Mi vocación misionera me ha permitido entrar en
contacto con muchas personas de países diversos. Me ha hecho muy sensible a la diversidad
y también a las relaciones. Me ha ayudado a comprender que “todo está conectado”
como lo explica el papa Francisco en la encíclica Laudato
Si’, cuya lectura recomiendo a quienes todavía no se han acercado a
ella. Es verdad que hay voces que ironizan sobre la llamada “conversión ecológica”,
que la desprestigian como si fuera una de tantas modas pasajeras, pero me
parece que, en general, no vienen de personas con buena formación, sino, más
bien, de algunos que no se hacen cargo de la grave situación en la que vivimos
o que −como
sucede con algunos cristianos conservadores− no saben ya qué argumentos emplear para
ridiculizar al papa Francisco. Personalmente creo que el concepto de ciudadanía global no está lejos de la concepción
cristiana de la humanidad como la gran familia de Dios y del mundo como “casa
común”. Es una forma concreta de extraer las consecuencias prácticas, de
acentuar los derechos y deberes que se derivan de esta concepción.
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