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sábado, 16 de marzo de 2019

Ciudadanía global

Ayer tuvimos una larga videoconferencia con el representante de los claretianos en las Naciones Unidas. Es originario de Sri Lanka, pero tiene su oficina en Nueva York. Está todavía en la etapa inicial de su trabajo. Es normal que ande un poco perdido mientras se familiariza con el ambiente y acaba de conformarse el equipo de tres personas que se dedicarán a este ministerio. No es fácil manejarse por los vericuetos, no solo físicos, de la sede de las Naciones Unidas, una institución que −dicho sea de paso− tiene que espabilarse para ganar credibilidad. En el curso de la conversación se refirió en varias ocasiones a la global citizenship; o sea, a la ciudadanía global. No sé si los lectores del Rincón están muy familiarizados con este concepto. Se trata de “una corriente social que impulsa un nuevo modelo de ciudadanía comprometida activamente en la consecución de un mundo más equitativo y sostenible”. Detrás de esta corriente hay una concepción del mundo como espacio común compartido por todos los seres humanos en el que las divisiones en continentes y estados pasan a un segundo plano. Todo está conectado. Lograr un mundo más equitativo y sostenible solo es posible cuando tomamos conciencia de que las fronteras políticas no son sagradas y de que todos somos responsables del presente y futuro de la gran familia humana.

Es curioso que, mientras en muchos jóvenes crece esta conciencia de ciudadanía global (las manifestaciones de ayer son un claro ejemplo), aumentan los nacionalismos pequeños, la defensa a ultranza de “lo propio” (¿qué es “lo propio”?) y el odio hacia “los otros” (la matanza de Nueva Zelanda es otro síntoma trágico). Es probable que nos resulte casi imposible tener una actitud “glocal”, que es como denominan los partidarios de esta corriente al justo equilibrio o armonía entre lo “global” y lo “local”. Ambos polos son imprescindibles en la dinámica de la vida. La afirmación de uno solo conduce a desequilibrios que acabamos pagando caros. La ciudadanía global no desprecia el valor de las tradiciones propias, el amor a la propia tierra, lengua o cultura. Lo que busca es poner las riquezas particulares al servicio de la construcción de un mundo equitativo y sostenible. Estos dos adjetivos se repiten mucho. Aluden a la igualdad fundamental de todos los seres humanos (no al igualitarismo) y a la sostenibilidad del planeta mediante un uso racional y solidario de los recursos.

Mientras avanzaba la videconferencia entre Nueva York y Roma, me preguntaba si yo me siento un ciudadano global. Creo que sí. Mi vocación misionera me ha permitido entrar en contacto con muchas personas de países diversos. Me ha hecho muy sensible a la diversidad y también a las relaciones. Me ha ayudado a comprender que “todo está conectado” como lo explica el papa Francisco en la encíclica Laudato Si’, cuya lectura recomiendo a quienes todavía no se han acercado a ella. Es verdad que hay voces que ironizan sobre la llamada “conversión ecológica”, que la desprestigian como si fuera una de tantas modas pasajeras, pero me parece que, en general, no vienen de personas con buena formación, sino, más bien, de algunos que no se hacen cargo de la grave situación en la que vivimos o que −como sucede con algunos cristianos conservadores− no saben ya qué argumentos emplear para ridiculizar al papa Francisco. Personalmente creo que el concepto de ciudadanía global no está lejos de la concepción cristiana de la humanidad como la gran familia de Dios y del mundo como “casa común”. Es una forma concreta de extraer las consecuencias prácticas, de acentuar los derechos y deberes que se derivan de esta concepción. 


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