“Si no participo en la misa del domingo es como si
me faltara algo”. Una frase
parecida se la he oído a muchas personas de la tercera edad. No recuerdo
habérsela escuchado nunca a ningún joven, pero puede que algunos también la digan. Es posible que, en una interpretación superficial,
pensemos que ese “como si me faltara algo” aluda, sin más, a una rutina
inveterada o a las marcas de una educación religiosa que acentuaba mucho, bajo
pena de pecado mortal, el primer mandamiento de la Iglesia: “Oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”. Ya se sabe que las personas mayores
necesitan las rutinas para sentirse seguras. Además, suelen ser, por lo general, muy cumplidoras. Puede que en algún caso sea esta la interpretación correcta, pero
en la mayoría descubro una motivación más profunda: sin el encuentro con Jesús
en la Eucaristía dominical falta la luz para iluminar la semana y el alimento
para afrontarla con energía. Creo que este es uno de los mensajes centrales de
este Segundo Domingo de Cuaresma en el que la liturgia nos propone el evangelio de la transfiguración de Jesús en la
versión de Lucas.
Toda la escena sucede “ocho
días” después de que Jesús hubiera anunciado la necesidad de cargar con la propia
cruz para seguirle. El “octavo día” es para los cristianos el domingo, el día
del Señor. Lo que Lucas nos quiere transmitir parece claro. Cada domingo,
cuando celebramos la Eucaristía, es como si volviéramos a subir a la montaña
con Jesús “para orar” y después bajar al valle de la vida cotidiana iluminados y
fortalecidos. Solo el evangelista Lucas
subraya que la transfiguración de Jesús −y también la nuestra− se produce en un contexto de oración. El primer
fruto es la iluminación del rostro. Jesús, como Moisés, aparece con el rostro
resplandeciente. Todo encuentro con Dios nos cambia el rostro, lo vuelve
luminoso. El testimonio más transformador de los hombres y mujeres de
oración es un rostro sereno, risueño, abierto.
Pero en la montaña −es decir, en la celebración
dominical−
suceden más cosas. Aparecen dos personajes del antiguo testamento, Moisés y
Elías. Para comprender quién es Jesús, necesitamos una “liturgia de la Palabra”,
la luz que nos viene de la Ley (Moisés) y de los profetas (Elías). Pero también
al revés: la Ley y los profetas (es decir, el viejo testamento) solo se pueden
comprender en su sentido pleno desde la clave que es Jesús. Sin embargo, llega un momento
en el que Moisés y Elías sobran. Es Dios mismo quien habla “desde la nube” para
revelarnos la identidad de Jesús e invitarnos a seguirlo: “Este es mi hijo amado. Escuchadlo” (Lc 9,35). Los discípulos, que
antes estaban dormidos (siempre aparecen dormidos en los momentos cruciales), ahora se asustan. No están todavía preparados para esta revelación. Guardan silencio.
¡Cómo cambiaría nuestra
celebración dominical si la viviéramos así, como una subida al monte para orar
con Jesús, para escuchar la Palabra y rehacer nuestra fe! Es probable que en muchos
casos quisiéramos quedarnos ahí, construir “tres chozas”, como los discípulos Pedro, Santiago y Juan,
pero debemos seguir a Jesús en su camino hacia Jerusalén. Nuestra fe es un éxodo constante. Muchos se
preguntan para qué sirve la Eucaristía del domingo. A menudo solemos decir que la Eucaristía sacramental nos prepara para hacer de la vida cotidiana
una Eucaristía existencial; es decir, para ser tomados, bendecidos, partidos y
repartidos como pan para los demás. Es verdad. Hay una conexión estrecha entre
Eucaristía y caridad. Pero, a la luz del relato de este domingo, podríamos también aventurar otra respuesta más posmoderna,
si se me permite la expresión: “La Eucaristía sirve para volver al valle de la
vida cotidiana (por tanto, a nuestras preguntas, prisas, problemas e
incertidumbres) con el rostro resplandeciente”. En otras palabras, para poner
un poco de luz y alegría en medio de rostros cansinos, aburridos, tristes y
ceñudos. No sé si hay algo más transformador que un rostro iluminado en el que se refleja la luz del amor de Dios. La persona
que lo tiene no necesita hacer nada.
Basta que sea lo que es. Todo es
gracia. Por eso sirven de poco las personas que hacen muchas cosas, incluso con
buena intención, pero son víctimas de un rostro contraído, duro, poco
transfigurado. He aquí por qué tenemos que subir al monte cada octavo día, cada domingo. No es un problema moral. Es cuestión de transparencia.
Gonzalo, buenos días... Me atrevo a pedirte que, algún día, hagas alguna entrada al blog, específicamente para hablar de la Eucaristía, para que nos ayude a salir de la rutina... Reconozco que si la viviera profundamente, como dices, mi vida y la de mucha gente cambiazría... Gracias. Un abrazo
ResponderEliminarGracias por la aplicación del texto de la transfiguración a la Eucaristía.
ResponderEliminarExcelente motivación para todos
Cierto que eso del orden no altera la esencia, sólo comentar que entiendo que el mandamiento de la Iglesia citado es el primero no el tercero. Animo y felicidades por este blog. Un abrazo
Llevas más razón que un santo. Gracias por hacerme caer en la cuenta del error. Se me cruzaron los cables con los mandamientos de la ley de Dios.
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