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lunes, 7 de enero de 2019

Sonata de invierno

Yo fui el primer nieto de mis abuelos maternos. Nací el 7 de enero de 1958, el mismo día en el que mi abuelo Félix cumplía 55 años. Esto me dio siempre una gran sintonía con él, aunque nuestros temperamentos eran muy diferentes. Creo que, entre otras cosas, he heredado de él la capacidad de conversar y contar historias, si bien no poseo su gracejo y su feliz memoria. En un día como hoy lo echo mucho de menos. Con frecuencia, solo comprendemos el verdadero significado de una persona cuando nos falta. Mientras somos jóvenes solemos estar demasiado pendientes de nosotros mismos (estudios, trabajos, relaciones, viajes, entretenimientos) como para caer en la cuenta del valor de las personas que tenemos al lado y nos ayudan. Todo nos parece debido. Damos por supuesto el cariño y el cuidado. Tenemos que cumplir años para empezar a comprender la riqueza que nos rodea. 

En este frío día de enero bosquejo mi particular sonata de invierno, reducida a tres tiempos:

Allegro. Hoy siento una llamada interior a dar gracias a Dios por su cuidado amoroso a lo largo de más de seis décadas de vida. Me vienen a los labios las palabras del salmo 115: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”. Es difícil explicar cómo nos cuida Dios. Podríamos echar mano de algunos textos bíblicos, pero, al final, siempre tendríamos que ponerlos en relación con experiencias vividas. El cuidado de Dios no se parece al de una madre sobreprotectora. Creo que Dios no nos ahorra dificultades ni nos exime de crisis y problemas a lo largo del camino. Nos ayuda a afrontarlos con esperanza. De hecho, en el Padrenuestro le pedimos que nos libre del mal, pero, en relación con las pruebas de la vida, no le pedimos que las suprima por arte de magia, sino: “No nos dejes caer en la tentación”. Dios no nos trata como si fuéramos siempre niños pequeños y mucho menos marionetas. Su gracia refuerza siempre nuestra libertad. Es fuente de una inmensa alegría que nada ni nadie nos podrá arrebatar. 

Andante. En un día como hoy no puedo olvidar a mis padres, a mis hermanos, a mis sobrinos y a toda mi familia extendida. Porque agradezco mucho este don inmenso, pero no tengo una imagen idealizada de la familia, valoro más cada gesto de cariño. Porque mi vida misionera me ha mantenido físicamente alejado de los míos, agradezco cada encuentro. Porque no creo en el amor romántico, aprecio las muestras de cercanía, apoyo y perdón. Reconozco que tener un hijo, un hermano, un tío o un primo misionero complica la vida de las personas. Se puede vivir como una bendición –y creo que así lo vive mi gente– pero esto no significa que en ocasiones no genere algunas tensiones o malentendidos. Vivimos en una sociedad que, con mayor o menor acierto, baja de la peana a todos, salvo a algunos ídolos del deporte y de la música que se mantienen arriba por un tiempo. No se salvan ni reyes ni papas. El respeto y el aprecio no vienen garantizados automáticamente por lo que uno representa, sino, en todo caso, por lo que uno es. Esto supone una llamada constante a la autenticidad. Aunque a veces pueda resultar dolorosa, a la larga ayuda a crecer más que los halagos epidérmicos. Mi familia me quiere, pero no me regala elogios desmesurados. Tenemos que aprender a vivir nuestras historias personales, a respetar las de los demás, a encontrar nuestro lugar sin pretender reconocimientos añadidos. También Jesús vivió algo semejante. Entra en el paquete del seguimiento.

Allegro vivace. Valoro mucho la amistad. Tengo el privilegio de contar con buenos amigos y amigas. Algunos son recientes. Con otros he vivido más de 50 años. Tengo amigos de infancia, de juventud y de madurez. Me gustaría poder hacer una lista con sus nombres, pero sería siempre torpe e incompleta. No todos son íntimos, pero sí muy queridos. La mayoría de mis amigos viven en España, mi país natal, pero tengo otros en diversas partes del mundo, desde Argentina, Colombia, Costa Rica, México y Estados Unidos, hasta Japón, India, Corea, Guinea Ecuatorial y Kenia, sin olvidar Italia, Portugal, Inglaterra, Rusia, Austria o Alemania. Cada uno de ellos representa una historia única. Algunos son misioneros como yo. Compartimos la misma pasión y claves comunes. Otros son físicos, químicos, ingenieros, arquitectos, abogados, médicos, albañiles, ganaderos, leñadores, profesores, transportistas, enfermeros, músicos, estudiantes… No todos son creyentes. Con algunos puedo hablar de filosofía, teología o religión; con otros, de ciencia, música, literatura o de política; con unos cuantos, disfruto hablando de vacas, de pinos o de deporte. No tengo el más mínimo problema. Con frecuencia, los que menos preparación académica tienen me conectan más con la vida real. Sus conversaciones suelen ser jugosas, pero pueden acabar siendo muy repetitivas. Lo importante no es el tema o el nivel de la conversación sino el encuentro interpersonal que se produce cada vez que nos vemos. Cuando dos amigos se juntan superan los roles, las edades y el tipo de formación. Se quieren por lo que son. Se ayudan sin proponérselo. Certifican que la vida merece la pena ser vivida. Minimizan los sufrimientos y potencian las alegrías. Se intercambian dosis de esperanza para que cada uno prosiga su camino con más seguridad. ¿No es la amistad el mejor regalo de cumpleaños?

Mis amigos de Brotes de Olivo me prestan esta hermosa canción para dar gracias a Dios por la vida.



Un Joaquín Sabina casi irreconocible me recuerda una etapa ya pasada, pero intensa y hermosa:


Y siempre, una de mis canciones favoritas: You've got a friend de James Taylor, cantada por Carole King





1 comentario:

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