Ayer recibí muchas felicitaciones con motivo de mi cumpleaños. Algunas (no más de una docena) llegaron
en forma de llamadas telefónicas; la mayoría, a través de las redes sociales,
del correo electrónico o de WhatsApp.
Estamos en la era digital. Resulta muy fácil enterarnos de los cumpleaños de
nuestros amigos (Facebook, por
ejemplo, nos lo avisa con anticipación) y enviarles una frase, una imagen o un
vídeo de cortesía. Muchas felicitaciones son muy escuetas. Se limitan a repetir
la fórmula consabida: “Feliz cumpleaños”. Otras añaden algún toque personal. A
veces, tres palabras pueden producir un efecto mágico. Hay personas que tienen el
arte de elegir las palabras justas. Agradezco todas las felicitaciones porque detrás de cada una
de ellas hay un amigo o una amiga que se han tomado unos segundos para pensar en mí y enviarme
su saludo. Esto tiene un inmenso valor. Cada una de ellas, por elemental que parezca, es siempre un regalo. Y ya se sabe
que los regalos no se miden por su tamaño o precio, sino por lo que significan. Anoche, antes de irme a la cama, pensaba que hace solo veinte o treinta años no era fácil recibir tantas felicitaciones desde lugares tan apartados como Argentina o
Japón. Pero notaba una diferencia clara: había menos, pero, en general, eran más
sustanciales. No es lo mismo un saludo de una línea escrito a toda velocidad en
el muro de Facebook que una carta
pensada, escrita a mano, enviada por correo y leída y releída en la intimidad del
propio hogar. Ahora es posible recibir cientos de mensajes y, al mismo tiempo,
experimentar que todo se esfuma en un abrir y cerrar de ojos. Vivimos en la
cultura de lo efímero. Nuestra atención se dispersa con facilidad. Nos cuesta estar a lo que estamos.
Estos
pensamientos no me vuelven pesimista. Cada época tiene sus luces y sombras, sus
promesas y contradicciones. Mi reflexión me lleva a ratificar una convicción que me acompaña desde
hace mucho tiempo: todo cambia, solo Dios permanece. Hay tiempos en los que
somos saludados por muchas personas; llegarán otros en los que serán pocas
quienes se acuerden de nosotros. Incluso si tenemos la dicha de contar con
familiares y amigos muy cercanos, no podemos exigirles que estén pendientes de
nosotros a todas horas. Cada persona tiene sus batallas que librar, sus preocupaciones, responsabilidades y ritmos de vida. Puede que en el caso de las personas célibes se incremente
algo esta sensación de soledad en momentos de crisis, pero la he visto también en los amigos que se aprecian y en los cónyuges que se
quieren. Hay un momento en el que experimentan que la otra persona, por amorosa
que sea, no se hace cargo al cien por cien de lo que uno vive. Y no digamos
cuando uno de ellos muere. Entonces, la sensación de soledad aumenta. Es
como si nada ni nadie pudiera rellenar el vacío creado por la desaparición de la persona amada. No hay que tener miedo a esta
experiencia. Es inherente a todo ser humano. Es mejor que tomemos conciencia de
ella cuanto antes, la llamemos por su nombre y la aceptemos con serenidad. De este modo, no exigiremos a nadie (ni
siquiera a las personas que más queremos) que rellenen un vacío incolmable. No experimentaremos el vértigo de la nada. Al mismo tiempo, daremos importancia y significado a cada detalle de cariño y, sobre todo, descubriremos dónde está el centro.
Estamos hechos
para Dios. Solo Él puede entrar en el santuario de nuestra intimidad. Las demás
personas, aunque cercanas, se quedan siempre a la puerta o en el atrio. Hoy están,
mañana pueden no estar. Hoy se muestran amables, mañana pueden aparecer
displicentes. Solo Dios nos asegura un amor personal, constante, fiel,
transformador. La experiencia de este amor nos da seguridad en la vida. Es la
fuente de nuestra paz y de nuestra alegría. A partir de ella, nos movemos con
libertad. No exigimos a los demás lo que no pueden –ni deben– darnos. Disfrutamos
de las relaciones sin chantajes afectivos. Combinamos la cercanía y la
distancia, el cuidado y el respeto, con espontaneidad. Solo Él nos libra de la tiranía
de los afectos efímeros, de los peajes emocionales, de las soledades suicidas,
de la sensación de que la vida es un timo porque nos promete lo que, en realidad, no se puede
conseguir. No es fácil sumirse en estas reflexiones cuando uno sopla las velas
de la tarta de cumpleaños y varias personas disparan la cámara de sus teléfonos
móviles para inmortalizar el momento. Pero es posible hacerlo cuando, al final
del día, uno se recoge en silencio, evoca lo vivido durante la jornada y, calmadas
las aguas, logra ver lo que hay en el fondo. Gracias, Señor, por estar siempre ahí.
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