Tengo que reconocer que me encanta la parábola de los magos que vienen de Oriente para adorar al niño Jesús. Este texto de Mateo, escrito en la década de los años 80 del siglo I, es el que nos propone como Evangelio la liturgia de la solemnidad de la Epifanía del Señor que celebramos hoy. La parábola refleja e interpreta lo que la Iglesia está viviendo en la época en la que se escribe el Evangelio. Muchos paganos han aceptado la fe. Muchos judíos, a pesar de haber sido una imprescindible mediación histórica, la han rechazado. ¿No estamos viviendo algo semejante en este primer tercio del siglo XXI? Muchos hombres y mujeres de África y Asia se sienten atraídos por el Evangelio fresco de Jesús, reciben el Bautismo y se incorporan a la Iglesia. Mientras, muchos “viejos cristianos” de Europa y América se muestran cansados y desertan de la fe. Ya no encuentran en ella la alegría y el sentido que alguna vez experimentaron. ¿Qué nos está pasando? ¿Cómo iluminar esta paradójica situación a partir de la parábola de los magos que Mateo nos ofrece hoy?
La “estrella” de Jesús –no un fenómeno cósmico llamativo– sigue iluminando el camino de quienes –como los magos– buscan con corazón sincero la verdad. Jesús es una luz en la noche de nuestra desorientación. Quienes se sienten seguros y cómodos con la situación que viven no ven la necesidad de ponerse en camino. Solo quien percibe que el sueño de Dios no coincide con este mundo que los humanos hemos fabricado decide ponerse en marcha, interrogar a los testigos, buscar “al que tenía que nacer”. Me produce una inmensa tristeza comprobar el cansancio y la deserción de muchos “viejos cristianos”. Se trata de una epidemia muy contagiosa. Cuando se pierde la alegría de la fe, cuando uno cree que para vivir es suficiente con tener buena salud y un buen empleo, entonces no hay ya nada que esperar. ¡Hasta la fiesta pierde su sentido, porque toda fiesta es una anticipación del final en mitad del camino! Muchos europeos y americanos ya no sabemos celebrar una fiesta como Dios manda. La vida ha entrado en una especie de monótono carril en el que todo se repite con pasmosa regularidad. La diferencia con los pueblos que todavía saben festejar es astronómica. Veo una estrecha correlación entre saber festejar y saber creer. Ambas capacidades humanas tienen que ver con nuestra apertura al Misterio que sostiene la vida.
Jesús se ha manifestado –este es el sentido etimológico de la palabra epifanía– a todos los seres humanos, pero solo quienes no se sienten dueños de la verdad se abren a él. La fiesta de hoy es como un homenaje a los creyentes insatisfechos, a los ateos que siguen buscando, a los agnósticos que no se contentan con encoger los hombros como si eso no fuera con ellos, a las mujeres y hombres que no viven una fe rutinaria sino que cada día buscan la estrella, a los científicos que no hacen de su saber algo absoluto, a los artistas que son tan sensibles a la trascendencia, a los seres humanos que –curados de la enfermedad de la autosuficiencia– han aprendido a adorar a Dios con humildad y alegría. En un mundo idólatra, la adoración es una llamada a no equivocar el camino del Absoluto. Cuando uno tiene suficiente con el fútbol, la política, el sexo, el dinero, la familia, las vacaciones o cualquier otro pasatiempo no necesita ponerse en camino para adorar al Mesías. Basta con que se quede cómodamente en su casa y administre estos ídolos con un poco de sensatez. Si luego necesita Prozac o acudir a la consulta del psicólogo para afrontar la depresión subsiguiente, es responsabilidad suya. Cada uno cosechamos lo que hemos sembrado. Y, por desgracia, estamos sembrando mucha superficialidad y desconfianza.
Más nos valiera desplazar el acento de la fiesta de los regalos (que es la imagen popular que tenemos de este día) a la fiesta de la estrella (que es el símbolo de Jesús que ilumina la existencia humana). Si los paganos fueron capaces de abrirse a Jesús más que los judíos, ¿por qué los neopaganos que somos muchos de nosotros vamos a estar excluidos de esta posibilidad? La estrella brilla para todos. No hay creyentes de primera y segunda categoría, sino hombres y mujeres que, con humildad y decisión, se ponen en camino y buscan. ¡Feliz fiesta de la Epifanía!
La “estrella” de Jesús –no un fenómeno cósmico llamativo– sigue iluminando el camino de quienes –como los magos– buscan con corazón sincero la verdad. Jesús es una luz en la noche de nuestra desorientación. Quienes se sienten seguros y cómodos con la situación que viven no ven la necesidad de ponerse en camino. Solo quien percibe que el sueño de Dios no coincide con este mundo que los humanos hemos fabricado decide ponerse en marcha, interrogar a los testigos, buscar “al que tenía que nacer”. Me produce una inmensa tristeza comprobar el cansancio y la deserción de muchos “viejos cristianos”. Se trata de una epidemia muy contagiosa. Cuando se pierde la alegría de la fe, cuando uno cree que para vivir es suficiente con tener buena salud y un buen empleo, entonces no hay ya nada que esperar. ¡Hasta la fiesta pierde su sentido, porque toda fiesta es una anticipación del final en mitad del camino! Muchos europeos y americanos ya no sabemos celebrar una fiesta como Dios manda. La vida ha entrado en una especie de monótono carril en el que todo se repite con pasmosa regularidad. La diferencia con los pueblos que todavía saben festejar es astronómica. Veo una estrecha correlación entre saber festejar y saber creer. Ambas capacidades humanas tienen que ver con nuestra apertura al Misterio que sostiene la vida.
Jesús se ha manifestado –este es el sentido etimológico de la palabra epifanía– a todos los seres humanos, pero solo quienes no se sienten dueños de la verdad se abren a él. La fiesta de hoy es como un homenaje a los creyentes insatisfechos, a los ateos que siguen buscando, a los agnósticos que no se contentan con encoger los hombros como si eso no fuera con ellos, a las mujeres y hombres que no viven una fe rutinaria sino que cada día buscan la estrella, a los científicos que no hacen de su saber algo absoluto, a los artistas que son tan sensibles a la trascendencia, a los seres humanos que –curados de la enfermedad de la autosuficiencia– han aprendido a adorar a Dios con humildad y alegría. En un mundo idólatra, la adoración es una llamada a no equivocar el camino del Absoluto. Cuando uno tiene suficiente con el fútbol, la política, el sexo, el dinero, la familia, las vacaciones o cualquier otro pasatiempo no necesita ponerse en camino para adorar al Mesías. Basta con que se quede cómodamente en su casa y administre estos ídolos con un poco de sensatez. Si luego necesita Prozac o acudir a la consulta del psicólogo para afrontar la depresión subsiguiente, es responsabilidad suya. Cada uno cosechamos lo que hemos sembrado. Y, por desgracia, estamos sembrando mucha superficialidad y desconfianza.
Más nos valiera desplazar el acento de la fiesta de los regalos (que es la imagen popular que tenemos de este día) a la fiesta de la estrella (que es el símbolo de Jesús que ilumina la existencia humana). Si los paganos fueron capaces de abrirse a Jesús más que los judíos, ¿por qué los neopaganos que somos muchos de nosotros vamos a estar excluidos de esta posibilidad? La estrella brilla para todos. No hay creyentes de primera y segunda categoría, sino hombres y mujeres que, con humildad y decisión, se ponen en camino y buscan. ¡Feliz fiesta de la Epifanía!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.