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sábado, 5 de enero de 2019

Carta al cuarto Rey Mago

Hace un año escribí desde Lisboa una carta a los Reyes Magos, que completaba la que les escribí el 5 de enero de 2017 desde Chaclacayo (Perú). En ella les pedía tres regalos: sensatez, humanidad y esperanza. Creo que me los trajeron, pero en dosis más bien escasas. 2018 no fue un año muy sensato. Seguimos cometiendo estupideces. La humanidad brilló por su ausencia en diversos asuntos y muchas personas siguen sin mirar al futuro con esperanza. Así que este año 2019 he decidido no pedirles nada. Es casi una rabieta infantil. Para hacer más visible mi pequeño enfado, ni siquiera les escribiré una carta a los tres magos clásicos: Melchor, Gaspar y Baltasar. Aunque les tengo simpatía, este año 2019 me inclino por dirigirme al “cuarto rey”, el casi desconocido Artabán. Reconozco que me cae bien. Me parece un tipo menos convencional que sus tres compañeros. Resulta menos diplomático, pero quizás más en línea con el estilo de vida predicado por Jesús. Naturalmente, Artabán es un personaje de leyenda salido de la pluma del teólogo presbiteriano Henry Van Dyke (1852-1933) en su cuento de Navidad The Other Wise Man, publicado en 1896. Espero que esta carta le llegue y que podamos ser buenos amigos.


CARTA AL CUARTO REY MAGO


Querido Artabán:

Aunque tenía noticias de ti desde hace muchos años, nunca he encontrado el tiempo oportuno para escribirte. Para ser sincero, te confieso que no he leído la obra de Henry Van Dyke en la que cuenta con pelos y señales tus andanzas basándose en tradiciones antiguas, algunas de origen ruso. Lo que sé de ti es de oídas, así que es probable que se deslicen algunos errores. Espero que sepas disculparlos. Te escribo porque, en estos tiempos en los que impera lo políticamente correcto, tu figura se sale del guion, rompe esquemas. Tu nombre –como, por otra parte, el de tus tres compañeros– no aparece en los Evangelios, pero algo me dice que eres el más evangélico de todos. Tu trayectoria personal es el mejor regalo que nos puedes ofrecer.

Cuenta la leyenda que, en tu camino hacia el zigurat de Borsippa, donde ibas a reunirte con tus tres compañeros, portabas tres regalos para el Mesías recién nacido: un diamante protector de la isla de Méroe, un pedazo de jaspe de Chipre, y un fulgurante rubí de las Sirtes. Podías competir sin complejos con el oro, el incienso y la mirra de Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero, he aquí que inopinadamente te encontraste por el camino a un anciano que había sido asaltado por los bandidos y yacía moribundo. Como buen samaritano avant la lettre, interrumpiste tu viaje, descendiste de tu cabalgadura, curaste sus heridas con vino y aceite y, como ayuda para el restablecimiento completo, le regalaste el diamante que llevabas destinado para el Niño Dios. Esta parada inoportuna hizo que llegaras tarde a la cita. Cuando alcanzaste Borsippa, tus compañeros ya se habían ido. Imagino tu decepción y hasta tu enojo.

Pero tú, Artabán, no eres un tipo que se venga abajo ante las dificultades. Decidiste proseguir el camino en solitario. Cuando llegaste a Judea se amontonaron los contratiempos. No fuiste capaz de encontrar a tus compañeros y tampoco al Niño a quien pretendías adorar. En lugar de ángeles cantores y pastores sonrientes, te topaste con las hordas de soldados de Herodes que estaban degollando a todos los niños de la zona que tenían menos de dos años. Cuando viste a uno de los soldados que sostenía a un niño con una mano y con la otra blandía una espada afilada, no lo dudaste un instante. Sacaste de tu alforja el rubí destinado al Hijo de Dios y se lo diste al soldado a cambio de la vida del niño. Sin embargo, a pesar de tu gesto generoso, fuiste apresado y encarcelado en el palacio de Herodes en Jerusalén. Te salió muy caro tu deseo de salvar la vida de uno de aquellos pequeños inocentes.

La leyenda dice que estuviste cautivo treinta años, los mismos que Jesús pasó “oculto” en Nazaret. Hasta tu prisión comenzaron a llegar los ecos de lo que Jesús de Nazaret –el Niño a quien tú querías adorar– estaba realizando en Galilea y Judea. Se hablaba de palabras que encendían el corazón de las personas, sobre todo de los pobres. Incluso se contaban milagros de curaciones maravillosas. Tú sentías una enorme curiosidad. Por fin, después de tres décadas de cautiverio, fuiste absuelto. 

Mientras vagabas por las calles de Jerusalén sin saber muy bien adónde dirigirte,  te llegó la noticia de que el tal Jesús iba a ser crucificado a las afueras de la ciudad. No lo dudaste un segundo. Después de tanto tiempo de espera, había llegado el momento de adorar al Hijo de Dios. Pero, en tu camino hacia el Gólgota, viste que en uno de los mercados callejeros un padre estaba subastando a su hija para liquidar unas deudas. Tu corazón compasivo comienza a latir con fuerza. Sientes una profunda compasión. Sacas el trozo de jaspe que te quedaba (ya habías entregado el diamante y el rubí) y compras la libertad de la muchacha. Mientras tanto, Jesús muere en la cruz. Tiembla la tierra, se abren los sepulcros, los muertos resucitan, se rasga el velo del templo y caen los muros. Un mundo viejo y corrompido se desploma. Una piedra desprendida te golpea y te deja malherido. Entre la inconsciencia y la ensoñación, se presenta una figura misteriosa que te dice: “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, estuve enfermo y me curaste, me hicieron prisionero y me liberaste”. Desorientado y exhausto, solo se te ocurre preguntar: “¿Cuándo hice yo esas cosas?”. La respuesta no se hace esperar: “Lo que hiciste por tus hermanos, lo hiciste por mí”. Jesús te elevó a los cielos con él para disfrutar eternamente de su compañía.

Amigo Artabán, tu historia me emociona. La de tus compañeros Melchor, Gaspar y Baltasar es hermosa, pero la tuya es sencillamente sublime. 

Esta noche millones de niños en España y en los países que celebran la tradición de los Reyes Magos se irán a la cama con la esperanza de encontrar mañana los regalos que con tanta ilusión han pedido. Cuando se levanten, la mayoría de ellos –no todos– encontrarán muchos objetos.  Vivimos en la época de los niños hiperregalados, con las consecuencias negativas que se siguen de esta inflación de consumo. Nadie quiere poner límite a esta carrera. Los padres y familiares se sienten en la obligación de dar todo. No soportan decir no. Los comercios juegan la baza de esta debilidad emocional y promocionan todo tipo de productos. Los niños van creciendo en un ambiente en que las cosas pierden valor y apenas se preparan para las frustraciones que la vida conlleva. ¿No podrías tú, Artabán, echarnos una mano para reconducir la situación? ¿Qué podríamos hacer para ayudarles a ver que los juguetes más demandados no son necesariamente los que más felices van a hacerlos? ¿Hay algún modo de mostrarles que solo el amor llena nuestro corazón?

No quiero entretenerte más, Artabán. Estoy seguro de que Jesús se inspiró en ti para algunas de sus parábolas. Si no exististe, habría que inventarte, porque tú nos enseñas con toda claridad la esencia del Evangelio que Jesús vivió y predicó. Gracias de corazón.

Tu amigo,

Gundisalvus


He aquí otra versión de la leyenda del cuarto Rey Mago. Los elementos esenciales son los mimsos, pero cambian muchos detalles.



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