Algunas de las lectoras de este blog, a su condición de hijas, hermanas, esposas y madres, unen la de suegras. El término no tiene
muy buena prensa. Los ingleses, que siempre son muy suyos –por eso han
rechazado el plan May para la salida de la Unión Europea– utilizan una
expresión más jurídica. Una suegra es una mother
in law. Yo, por razones obvias, no tengo suegra, aunque en la jerga
tradicional algunos eclesiásticos denominaban así al breviario, como si se
tratase de una compañía pesada y desagradable. Si hoy hago el “elogio de la
suegra” es porque en mi meditación matutina me he detenido en lo que cuenta
Marcos en el evangelio del día. En el marco de una jornada tipo de Jesús, se alude
a su actividad en la sinagoga, a las curaciones en la calle, a la oración en un
lugar desierto y también a la vida familiar. Lo que sucede a continuación tiene
lugar en el ámbito de la casa. Marcos lo resume en pocas palabras: “La suegra
de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se
acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a
servirles” (Mc 1,30). El versículo no tiene desperdicio porque lo que parece
una mera curación es, en realidad, un camino de seguimiento.
La suegra de
Simón era mujer, quizás viuda y, además, enferma; es decir, tres condiciones que,
en la época de Jesús, la mantenían segregada, casi como un objeto inservible. Cuando
Jesús se entera de la situación, realiza tres acciones que pueden pasar desapercibidas
para un lector moderno, pero que están cargadas de significado. En primer
lugar, se acerca. A diferencia de lo que sucederá con el siervo del centurión
romano, aquí no se produce una curación “a distancia”. La cercanía física
expresa una cercanía más profunda. Es un modo de reconocer su existencia, de no
ignorarla: tú existes, estás ahí. En segundo lugar, la coge de la mano. Hay un contacto físico que
sirve como puente para comunicarle toda su energía sanadora. Por último, la
levanta. Es evidente que Marcos no pretende solo describir un alzamiento
físico, sino algo mucho más profundo: la rehabilita, le confiere dignidad, la
devuelve a la vida social. El fruto de este encuentro entre Jesús y la suegra
es doble: por una parte, la mujer se siente curada (“se le pasó la fiebre”);
por otro, la que era un objeto inservible “se puso a servirles”. De enferma y
marginada, la suegra se convierte en discípula y servidora.
Es imposible no
pensar en la situación de la mujer en la Iglesia de nuestro tiempo. Si es verdad que sin
las mujeres se para el mundo, no es menos cierto que sin las mujeres se
para la Iglesia. Me temo que para muchos eclesiásticos, la mujer en la Iglesia es
como la suegra. La relación con ella es correcta mientras no se produzcan interferencias.
Para evitarlas, a menudo queda relegada al papel de mera colaboradora. ¿No habrá
llegado el tiempo de afrontar esta situación de cara, sin absurdas dilaciones? Imagino
a Jesús viniendo a nuestra “casa” como fue a la casa de Pedro. Lo imagino reproduciendo
los tres verbos que, según Marcos, resumen lo que hizo para traer a la
suegra de Pedro desde los márgenes hasta la mainstream.
También hoy Jesús se acerca a las mujeres de nuestra Iglesia, las toma de la
mano y las levanta; es decir, las ayuda a tomar conciencia de la dignidad
recibida en el Bautismo. A partir de aquí nace un nuevo servicio al Evangelio y
a la comunidad. No se trata solo de lo que ordinariamente entendemos por “servicio”
(tareas auxiliares), sino de una verdadera misión porque la
mujer es mucho más que trabajadora. No creo mucho en las campañas mediáticas
del tipo MeToo, pero sí en los
procesos colectivos de discernimiento. Son más lentos y menos vistosos, pero, a
la larga, producen frutos duraderos.
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