No quisiera frivolizar sobre un tema de hondo calado social. Lleva dando guerra desde
hace casi un mes. Me refiero a las movilizaciones de los famosos “chalecos
amarillos” (les gilets jaunes)
en París y en otras ciudades y pueblos de Francia. Imagino que los vendedores de este atuendo de emergencia estarán haciendo su agosto en pleno otoño. Antes de entrar en harina,
no he podido por menos que acordarme de la canción veraniega Tengo un tractor amarillo.
Los tiempos han cambiado. Los tractores siguen siendo famosos en las revueltas
catalanas. En Francia se han modernizado. Lo que se ve por calles y carreteras ya
no son tractores, sino una multitud de hombres y mujeres con los chalecos
amarillos, “que es lo que se lleva ahora”.
Aunque estoy a más de 10.000 kilómetros de París, también a mí me entran ganas
de vestirme la prenda fosforescente y cantar aquello de “Tengo un chaleco amarillo, que es lo que se lleva ahora”. Hasta hace
unos meses, el gobierno de Macron parecía sólido y gozaba de una relativa
popularidad. En pocas semanas, todo ha caído por los suelos. Debajo de los
adoquines de París no se esconde la playa, sino una multitud de personas “indignadas”
(¿será esta revuelta el equivalente francés del 15-M español?) que exigen
atención a los que no merodean por el centro del sistema.
Las protestas
comenzaron exigiendo que no subieran los carburantes, pero enseguida se
añadieron otras reclamaciones. La gente de las pequeñas ciudades y del campo
pedía también recuperar el poder adquisitivo perdido durante los años de la
crisis y tener un acceso expedito a los servicios públicos como los aventajados
habitantes de París y de las grandes ciudades. Macron cedió en lo del precio
del carburante y parece también dispuesto a garantizar una subida
de 100 euros del salario mínimo, pero esto no basta para aplacar la revolución de los chalecos amarillos. Una vez puesta en marcha, no se
detiene con cuatro medidas estrella, por populares que puedan ser. Lo que
muchos buscan, más allá de algunas reclamaciones concretas, es nada menos que
un cambio de régimen. Quizá lo que más une a este movimiento tan heterogéneo y
sin un liderazgo claro es el odio al ilustrado y jacobino presidente Macron. Hasta
tal punto ha llegado que, junto a muchos manifestantes pacíficos, se han hecho
hueco también los guerrilleros urbanos, los representantes del antisistema. Se
habla ya de las dos
almas de los chalecos: una mayoritaria, pacífica y transversal; y otra minoritaria,
violenta y muy ligada a grupos de extrema izquierda y extrema derecha. Por lo
que parece, la violencia ha cosechado algunos triunfos, con lo cual se sentirá legitimada
para proseguir la lucha. Veremos hasta dónde llega. Macron, desde su poltrona del Elíseo, no preveía una revuelta de esta magnitud. Esta es quizá la situación de muchos líderes: una distancia exquisita con respecto a lo que viven las personas de a pie. Viven más de espejismos, informes sesudos y encuestas de opinión que de un contacto directo con la gente. Luego pasa lo que pasa.
Están sucediendo
tantas cosas en Europa y en tan poco tiempo que no es fácil interpretarlas. Lo
que parece claro es que la crisis de 2008 ha generado en cadena una serie de
movimientos que, más allá de sus diferencias antagónicas, tienen algo en común:
la convicción de que “así no podemos seguir”. No es de recibo que se ahonden
las diferencias entre pobres y ricos, que se desmantelen los servicios
sociales, que los trabajadores apenas vean incrementados sus salarios cuando
crece el número de multimillonarios, que los políticos vayan a lo suyo sin tomar el
pulso constante a las necesidades de la gente común. Si no se abordan las
verdaderas causas que han generado esta situación, brotarán movimientos populistas
de derecha e izquierda, habrá revueltas populares y entraremos en una etapa
convulsa como no se ha conocido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La
gente aguanta muchas cosas hasta que llega un momento en el que, sin saber muy
bien por qué, dice basta. Toda la
indignación reprimida durante años, toda la rabia, toda la impotencia, se
desbordan de manera incontenible. Cuando los políticos quieren tomar medidas (que
en muchos casos son solo cosméticas), ya es demasiado tarde. La revolución de
los “chalecos amarillos” es un indicador más (uno más) de que en Europa están
cambiando muchas cosas sin que a menudo nos demos cuenta de ello.
Buenos días amigo Gonzalo. Es complicado elegir una mejor entrada en tu blog viendo el esfuerzo, imaginación e inteligencia que pones en cada una de ellas, pero esta se lleva el premio.
ResponderEliminarLa desconexión existente entre la clase política ( sin importar el color) y la clase popular es de tal calado que no sorprende lo más mínimo este tipo de revueltas.
Pese a que, como has comentado, el presidente francés ha dado marcha atrás en alguna de sus reformas previstas, sigue faltando comunicación. Comunicación entre el pueblo y la clase gobernante ( las élites son harina de otro costal) que solo requiere de un componente: voluntad. La misma voluntad con la que cada uno de nosotros nos levantamos por la mañanas para hacer nuestra vida lo más feliz posible y las que nos impulsa a mejorar en todos los aspectos posibles.
Si las personas nos seguimos dividiendo, silenciando mutuamente, rivalizando y con poca disposición para ceder, aunque ello nos acabe beneficiando, poco se puede hacer más que presenciar revueltas y manifestaciones que no terminarán de sanar el problema sino más bien de extenderlo.
Pablo Melero Vallejo.