Ayer, junto con mis compañeros del gobierno general, participé en la Eucaristía dominical que
se celebró a las 10 de la mañana en la parroquia de San Juan, regentada por los
claretianos en la ciudad indonesia de Medan, la capital
de la provincia de Sumatra Norte. La iglesia estaba a rebosar. Había personas mayores,
jóvenes y niños. Abundaban los acólitos y acólitas y los ministros extraordinarios
de la comunión. El rito se desarrolló con gran solemnidad. Hasta aquí se podría
comparar con otras muchas parroquias del mundo. Lo que marca una clara
diferencia es ver a toda la asamblea cantando con buena afinación y un gran
entusiasmo. El canto del pueblo era acompañado por el órgano y un coro de
hombres y mujeres. La directora era una mujer de mediana edad que realizó su
tarea con maestría y discreción. El coro no dio un recital, sino que apoyó a la
asamblea. Yo ya conocía esta tradición indonesia, no sé si heredada de los colonizadores
protestantes llegados de Holanda, pero mis compañeros que venían a Indonesia por
vez primera se quedaron admirados. Es verdad que en África la gente canta
mucho, pero, por lo general, los coros adquieren un papel relevante. Aquí el
protagonismo lo tiene el pueblo.
Mientras
disfrutaba con esta explosión de fuerza y alegría, pensaba en los muchos
lugares de Europa y Latinoamérica en los que apenas se canta o en los que no
hay nunca ensayos y la gente repite los mismos cantos que hace cincuenta años. En
caso de necesidad extrema, siempre se puede echar mano de Tú has venido a la orilla, un canto muy socorrido cuyo verdadero título
es Pescador de hombres. No digo que
sea el único ni el principal baremo para medir la vitalidad de una comunidad cristiana,
pero el canto litúrgico es un excelente indicador. Cuando una comunidad canta,
y lo hace con sentido y pasión, está mostrando varias cosas importantes sin que
con frecuencia sea consciente de ellas. La primera es que se sabe comunidad.
Cantar juntos refuerza la convicción y el sentimiento de pertenecer al mismo
cuerpo, al cuerpo de Cristo. Las voces unidas expresan la unidad de la fe en la
diversidad de timbres e intensidades. La segunda lección es que disfruta de la
fiesta de la Eucaristía. Cantar es una expresión de alegría. Alabar a Dios implica
una clara manifestación de fe. Por eso, “quien canta, ora dos veces”. El tercer
elemento es la participación. Los fieles que cantan unidos no se comportan como
espectadores que asisten a un concierto (tal vez del sacerdote solista o del
coro parroquial), sino como participantes en una celebración conjunta, coral,
en la que todos tienen su responsabilidad. Y, por último, quien canta con entusiasmo está más dispuesto y preparado para convertirse en testigo y mensajero de la alegría del Evangelio en los ambientes donde vive. La música estimula la fantasía de la caridad, empuja la misión.
Una de las
razones por las cuales nuestras Eucaristías resultan a veces muy pobres y
rutinarias es por el déficit musical que caracteriza a nuestras comunidades parroquiales: se suele cantar poco y mal. Necesitamos
cultivar mucho más la formación musical litúrgica, dedicar tiempo al ensayo y
cuidar con mimo esta dimensión. Una celebración sin canto pierde uno de sus elementos
fundamentales. Para poder hacerlo, es preciso contar con personas preparadas
que asuman esta tarea como un ministerio: coro, organista, director, etc. Es
verdad que no todas las parroquias pueden permitirse el lujo de contratar a profesionales,
pero hay laicos cristianos que, sin ser músicos titulados, podrían
comprometerse a echar una mano y ayudar a las comunidades parroquiales a crecer
en esta dimensión. Los párrocos y los consejos pastorales tendrían que
favorecer al máximo esta tarea porque redunda en beneficio de todos. Una
comunidad que canta es una comunidad que fortalece su fe, evangeliza y se rejuvenece.
En este punto, las iglesias pentecostales nos llevan la delantera. Es una lástima
que se pierda o se empobrezca mucho la rica tradición musical de la Iglesia en Europa. No todos
pueden ser Bach o Tomás Luis de Victoria, pero todos podemos hacer un esfuerzo
por no dormirnos en los laureles y contribuir a hacer unas celebraciones más
dignas, participadas y significativas. Por si no tuviera suficiente con otras
visitas a Indonesia, ayer lo confirmé una vez más.
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