A esta hora de la noche el aeropuerto de Singapur es un hervidero de personas que van y vienen. La decoración navideña es,
más bien, discreta. Este es un pequeño país de mayoría budista. Hace poco he llegado
de Medan. Dispongo de casi tres horas antes de salir para Roma a las 2,30 de la
mañana. Han sido tantas las cosas vividas en las dos últimas semanas en
Indonesia que necesito un intervalo, siquiera breve, antes de sumergirme de
nuevo en el ambiente romano. Me gusta Asia porque combina como ningún otro
continente el anclaje en la tradición y la apertura a la modernidad. Para vivir
en el siglo XXI, los asiáticos no necesitan romper con su pasado milenario,
tampoco con la religión, aunque algunos jóvenes jueguen ya a disfrazarse de
occidentales y a mostrar indiferencia. El fenómeno del humanismo ateo es
típicamente europeo. Aquí no han necesitado “matar a Dios” para valorar la
grandeza del ser humano. China lo ha intentado, pero, bajo las cenizas de un
régimen comunista devastador, arden todavía las brasas de los creyentes
mártires. En Asia han comprendido que el único modo de salvar la dignidad
inviolable del ser humano es referirla al Origen de todo, a Dios mismo. Nietzsche
no es asiático. ¿Será entonces verdad que la responsable del divorcio entre fe
y humanismo ha sido la Iglesia debido a su multisecular influencia en la
cultura europea? En Asia los cristianos siempre han sido una minoría. En Europa
la Iglesia ha dominado la escena durante tanto tiempo que muchos sienten
necesidad de librarse de su tutela.
No sé si estos
“pensamientos aeroportuarios”, transcritos con nocturnidad y cansancio, son muy
navideños. No hablan de árboles con bolas de colores, papanoeles orondos y estampas familiares en torno a una chimenea.
Pero, en su desnudez, quizá sean más navideños de lo que a simple vista parecen.
Me ayudan a recordar que Jesús vino a saldar definitivamente la distancia entre
Dios y los seres humanos. Solo Dios podría ser tan humano como Jesús. Se hizo
uno de nosotros en el anonimato de un pueblo palestino. No irrumpió como un rey
dominador, sino como un campesino. Tenemos que volver una y otra vez sobre este
dato fundamental. Los grandes reformadores cristianos de la historia –como
Francisco de Asís– lo han tenido muy en cuenta. Los verdaderos cambios no se
producen de arriba abajo, sino de abajo arriba. La mayoría de los seres humanos
siempre están abajo. Dios se ha tomado en serio este imprescindible punto de partida. El himno de la carta a los
filipenses nos lo recuerda: “siendo rico,
se hizo pobre por nosotros”.
Dos hermanitas de
unos cinco y tres años corretean por la moqueta del aeropuerto. Es casi media
noche, pero se ve que tienen ganas de jugar, no de dormir. Por su aspecto, me
parecen europeas. En medio de este aeropuerto moderno y funcional, representan
un anticipo elocuente de la Navidad. A ellas no les importa lo más mínimo a qué
hora sale su avión, quién lo pilota o cómo se pasa el control de seguridad. No
entienden de billetes y de pasaportes. Saben que alguien –sus padres–se
preocupa de todo esto. Ellas se dedican a disfrutar de la vida, a jugar, a
vivir el presente. Por algo Jesús se fija en los niños para explicarnos cómo
tenemos que afrontar la vida. Su mensaje suena casi como una dejación de
nuestras responsabilidades: “No os
preocupéis por el alimento o por el vestido. El Padre sabe que tenéis necesidad
de todo eso… Buscad, más bien, el reino de Dios y su justicia”. Nos hemos
dicho a nosotros mismos tantas veces que tenemos que asumir el peso de la
existencia que nos hemos olvidado de lo que significa la providencia de Dios.
Nos parece que las cosas solo saldrán adelante si somos nosotros quienes toman
las riendas. Tienen que ser los niños quienes nos recuerdan que “si el Señor no construye la casa, en vano
se cansan los albañiles”. ¿No es esta actitud de confianza y sencillez la
que nos abre al misterio de la Navidad?
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