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viernes, 21 de diciembre de 2018

Pensamientos aeroportuarios

A esta hora de la noche el aeropuerto de Singapur es un hervidero de personas que van y vienen. La decoración navideña es, más bien, discreta. Este es un pequeño país de mayoría budista. Hace poco he llegado de Medan. Dispongo de casi tres horas antes de salir para Roma a las 2,30 de la mañana. Han sido tantas las cosas vividas en las dos últimas semanas en Indonesia que necesito un intervalo, siquiera breve, antes de sumergirme de nuevo en el ambiente romano. Me gusta Asia porque combina como ningún otro continente el anclaje en la tradición y la apertura a la modernidad. Para vivir en el siglo XXI, los asiáticos no necesitan romper con su pasado milenario, tampoco con la religión, aunque algunos jóvenes jueguen ya a disfrazarse de occidentales y a mostrar indiferencia. El fenómeno del humanismo ateo es típicamente europeo. Aquí no han necesitado “matar a Dios” para valorar la grandeza del ser humano. China lo ha intentado, pero, bajo las cenizas de un régimen comunista devastador, arden todavía las brasas de los creyentes mártires. En Asia han comprendido que el único modo de salvar la dignidad inviolable del ser humano es referirla al Origen de todo, a Dios mismo. Nietzsche no es asiático. ¿Será entonces verdad que la responsable del divorcio entre fe y humanismo ha sido la Iglesia debido a su multisecular influencia en la cultura europea? En Asia los cristianos siempre han sido una minoría. En Europa la Iglesia ha dominado la escena durante tanto tiempo que muchos sienten necesidad de librarse de su tutela.

No sé si estos “pensamientos aeroportuarios”, transcritos con nocturnidad y cansancio, son muy navideños. No hablan de árboles con bolas de colores, papanoeles orondos y estampas familiares en torno a una chimenea. Pero, en su desnudez, quizá sean más navideños de lo que a simple vista parecen. Me ayudan a recordar que Jesús vino a saldar definitivamente la distancia entre Dios y los seres humanos. Solo Dios podría ser tan humano como Jesús. Se hizo uno de nosotros en el anonimato de un pueblo palestino. No irrumpió como un rey dominador, sino como un campesino. Tenemos que volver una y otra vez sobre este dato fundamental. Los grandes reformadores cristianos de la historia –como Francisco de Asís– lo han tenido muy en cuenta. Los verdaderos cambios no se producen de arriba abajo, sino de abajo arriba. La mayoría de los seres humanos siempre están abajo. Dios se ha tomado en serio este imprescindible punto de partida. El himno de la carta a los filipenses nos lo recuerda: “siendo rico, se hizo pobre por nosotros”.

Dos hermanitas de unos cinco y tres años corretean por la moqueta del aeropuerto. Es casi media noche, pero se ve que tienen ganas de jugar, no de dormir. Por su aspecto, me parecen europeas. En medio de este aeropuerto moderno y funcional, representan un anticipo elocuente de la Navidad. A ellas no les importa lo más mínimo a qué hora sale su avión, quién lo pilota o cómo se pasa el control de seguridad. No entienden de billetes y de pasaportes. Saben que alguien –sus padres–se preocupa de todo esto. Ellas se dedican a disfrutar de la vida, a jugar, a vivir el presente. Por algo Jesús se fija en los niños para explicarnos cómo tenemos que afrontar la vida. Su mensaje suena casi como una dejación de nuestras responsabilidades: “No os preocupéis por el alimento o por el vestido. El Padre sabe que tenéis necesidad de todo eso… Buscad, más bien, el reino de Dios y su justicia”. Nos hemos dicho a nosotros mismos tantas veces que tenemos que asumir el peso de la existencia que nos hemos olvidado de lo que significa la providencia de Dios. Nos parece que las cosas solo saldrán adelante si somos nosotros quienes toman las riendas. Tienen que ser los niños quienes nos recuerdan que “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”. ¿No es esta actitud de confianza y sencillez la que nos abre al misterio de la Navidad?

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