Las doce horas y media de vuelo desde Singapur a Roma se me hicieron bastante pesadas. Ni siquiera tuve humor para
ver más de dos películas, las dos de temática navideña, por cierto. Preferí escuchar música y dormir. Al menos, tuve la
suerte de pasar de los 30 grados de Medan (Indonesia) a los poco más de 5 de la capital
italiana. Ya sé que a quienes les gusta el calor les puede sonar a provocación denominar
“suerte” a padecer una temperatura tan baja, pero yo me encuentro mucho mejor en los
climas fríos. Me cunde más el tiempo y hasta el ánimo parece fortalecerse. Hoy
tendría que dedicar algunas horas a felicitar a mis familiares, amigos y a mucha gente conocida,
pero reconozco que me da pereza. Todo me suena un poco a hueco, a palabras repetidas carentes de sentido. ¿Qué significa, en efecto, feliz navidad? ¿Qué queremos decir con eso de próspero año nuevo? Añoro los tiempos en los que a primeros de
diciembre uno se armaba de ilusión, compraba unas cuantas tarjetas y, en ratos
perdidos, iba escribiendo a mano mensajes personales que luego enviaba por correo
postal. Este modo de proceder es ya historia. Hoy abundan los correos
electrónicos y, sobre todo, los mensajes
visuales a través de WhatsApp y
otras aplicaciones. Reconozco que algunos son de gran calidad estética. Pocas veces se trata de mensajes personales. Es frecuente reenviar lo
que, a su vez, se ha recibido. Por este procedimiento, uno puede acabar recibiendo el mismo vídeo o el mismo
fotomontaje de varias personas distintas. Es tal la avalancha, que podemos sentir la tentación de no hacer mucho caso, pero conviene superarla porque, detrás de
cada vídeo o de cada frase ingeniosa, hay una persona que se ha acordado de nosotros. Esto es lo más importante; por lo tanto, felicita,
que algo queda.
¿Por qué nos deseamos con
tanta profusión salud, amor, paz y alegría? Me lo pregunto todos los años cuando se pone en marcha la campaña navideña. Es como si la Navidad nos conectara
con una dimensión de nuestra vida que parece no corresponderse con lo que
vivimos a diario, pero que necesitamos. O como si nos introdujera en un mundo anhelado, pero, en el fondo, irreal.
Quizás por esto muchas personas se sienten a disgusto, incómodas, casi timadas. Cuanto más se
multiplican los deseos de paz y felicidad, más insoportable se les hace su vida
cotidiana. ¿Cómo se concilia un árbol lleno de luces y una mesa bien surtida con un odio enconado, la falta de trabajo o un cáncer sobrevenido? Entre un anuncio un poco provocativo como el de Campofrío de este año, o
sentimental como el de Coca-Cola o El Almendro, y lo
que muchas familias viven hay más distancia que la que media entre la tierra y la
luna. Los anuncios nos hacen soñar, pero también ponen a las claras la mediocridad
de nuestras vidas grises, las inconsistencias entre lo que soñamos y lo que
vivimos. A más ilusiones, más conciencia de nuestros problemas. Los villancicos en las calles pueden hacer más sufriente el dolor de quienes pasan estos días en los hospitales o en las cárceles. Y, sin llegar a estos extremos, tanto exceso de sentimientos positivos puede sumirnos en una suave depresión.
Hace años, un compañero mío le espetó a otro compañero, de talante muy
optimista, una frase que se ha convertido casi en un adagio entre nosotros: “Jesús, tu optimismo me deprime”. Quizá por
esta brecha entre felicitaciones creativas
(como se dice ahora) y realidades duras no soy muy aficionado a enviar mensajes
navideños. Prefiero una llamada telefónica a las personas a las que quiero, un
ratito de tertulia, un café juntos. Y, desde luego, un recuerdo pausado en el
silencio de la oración.
La diferencia entre el
optimismo sentimental que se despliega en los anuncios publicitarios y la alegría serena que
brinda la liturgia es abismal. En el primer caso, podemos llegar a sentirnos
conmovidos, pero siempre nos queda un regusto de tristeza, como si los anuncios
bonitos nos introdujeran en un mundo que ya sabemos de antemano que no
coincide, ni coincidirá nunca, con el nuestro. La liturgia cristiana, por el contrario, cuando nos
anuncia el nacimiento de Jesús, no nos vende una realidad “bonita”. Nos dice
que el hijo de María nació en condiciones de emigración y pobreza; por eso, lo
podemos sentir muy próximo a nuestras pobrezas e inseguridades. La cueva de
Belén no es un escaparate de El Corte
Inglés con mesas primorosamente decoradas. Es un establo en el que ningún
pobre se sentiría incómodo. Todo tiene el sabor de las cosas sencillas,
elementales, sin adornos huecos. Pero precisamente ahí, en la esencialidad del
misterio de la vida, se respira una atmósfera de serena alegría. Es el gozo que
produce el paso de Dios por nuestra vida. No nos saca de ella, sino que nos reconcilia
con ella. No nos transporta a un paraíso artificial para luego hacernos
retornar tristes a nuestro suelo, sino que nos ayuda a ver a Dios en nuestro
suelo. La alegría suave y duradera que desde niño siento al terminar la Misa de
medianoche (la misa del Gallo) no es comparable a la emoción que me producen los
tiernos anuncios de estas fechas. Sin la fuerza de la liturgia hecha vida, la Navidad es
un supermercado de emociones efímeras y potencialmente deprimentes.
Estoy de acuerdo, lo mismo siento hoy.
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