Hemos llegado al Cuarto Domingo de Adviento. El Evangelio nos reporta el diálogo entre dos
grandes “teólogas”: María de Nazaret e Isabel de Ain Karim. Nadie puede
imaginar que una mujer madura (Isabel) y una adolescente (María) hablan como Lucas
las hace hablar en su escrito. Parecen dos teólogas profesionales, más que dos
mujeres de pueblo. Todo lo que dicen tiene una gran trascendencia. A nosotros,
lectores de hoy, se nos escapan muchos detalles. Isabel califica a María de
varias maneras. La llama “bendita entre
todas las mujeres”, “madre de mi Señor” y “bienaventurada la que ha creído”. Aunque no se menciona explícitamente,
hay otro título que le cuadra bien a la joven María: “portadora de alegría” (jaráfora). Isabel lo reconoce con estas
palabras: “En cuanto tu saludo llegó a
mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre”. El retrato que
emerge de María es profundo y encantador. No se nos describen sus rasgos físicos, pero sí su fisonomía espiritual. Es una mujer llena de gracia
(bendita), que ha sido llamada a ser la madre de Jesús, el Señor, y, a pesar de
las dudas, ha creído en la promesa de Dios. Porque está llena de gracia (cháris) transmite alegría (chára). Para quien siente en sus venas
la vocación misionera, Lucas presenta a María como la primera misionera, la que
lleva en su seno la alegría del Evangelio (Evangelii
gaudium). Por eso puede ser modelo para los misioneros de todos los tiempos.
Cuando leí la exhortación
Evangelii gaudium por primera vez, me
llamó mucho la atención este análisis del papa Francisco: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta
de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y
avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia
aislada” (n. 2). Esta tristeza individualista la palpo a cada paso. Abundan las carcajadas,
pero no es fácil encontrar a personas que emanen alegría auténtica. Nos hemos
cerrado demasiado en nosotros mismos como para experimentar el gozo de la vida.
Somos demasiado altaneros y retorcidos como para que la alegría fluya con espontaneidad. ¿Cómo se
cura esta enfermedad contemporánea que nos va corroyendo poco a poco? El papa Francisco
ofrece una respuesta sintética que va en línea con el Evangelio: “Nuestra tristeza
infinita solo se cura con un infinito amor” (n. 265). La joven María ha
experimentado el amor de Dios, se ha sentido llena de su gracia, bendita. Ha
creído que las promesas de Dios se cumplirían en ella. Por eso, canta la alegría de
saberse elegida y salvada en medio de su pequeñez: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi Espíritu en Dios
mi salvador”. Sin pretenderlo, se convierte en portadora de la alegría de
Dios a las personas que la rodean. Su saludo es como una réplica del saludo que
ella misma recibió del ángel Gabriel.
La liturgia nos propone
estas historias para iluminar las nuestras. En vísperas de la Navidad, se nos
da la clave de la verdadera alegría. Solo el que cree, el que se fía de Dios,
experimenta el gozo del amor. Sin fe, no hay alegría. Quienes se cierran a Dios,
permanecen prisioneros de la tristeza. ¿No encontramos aquí la explicación más
profunda de esa “tristeza infinita” que caracteriza a muchos de nuestros contemporáneos?
Pero hay algo más. Quien se acerca a María, experimenta lo mismo que Isabel.
Algo dentro de nosotros comienza a saltar de júbilo. María es siempre portadora
de alegría porque lleva en sí misma, en su vientre y en su corazón, la “causa
de la alegría”, Jesús. María es, en otras palabras, una terapia anti-tristeza. Haríamos
bien en acercarnos a ella en las puertas de la Navidad para que nos contagie su
alegría. De esta manera, no sucumbiremos a la tentación depresiva de estas
fechas ni nos abandonaremos al derroche o a los festejos efímeros. De su mano
podremos experimentar que quien cree en Dios no necesita llenar su vacío con
otras realidades, porque solo Dios basta.
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