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domingo, 16 de diciembre de 2018

Lo mejor es estar alegres

Como sacerdote, me he dado cuenta muchas veces de que la forma de hablar de algunos de nosotros resulta incomprensible para la gente. Estoy seguro de que entre los lectores de este Rincón habrá también personas que piensen que muchas reflexiones no aterrizan en los asuntos de la vida cotidiana. Podemos reflexionar sobre la libertad, el amor, el perdón, etc., pero, a la hora de la verdad, la pregunta que brota en los labios de la gente corriente se parece mucho a la que la gente le formulaba a Juan el Bautista: “¿Qué debemos hacer?”. Está bien hablar del amor, pero ¿debo pagar todos los impuestos que el Estado me reclama o puedo hacer un poco de “ingeniería fiscal”? El tema de la libertad siempre resulta atractivo, pero ¿puedo tener relaciones sexuales antes o fuera del matrimonio? Reflexionar sobre la fe en el mundo secularizado es siempre algo candente, pero ¿debo participar todos los domingos en la celebración de la Eucaristía? Al final de las reflexiones nos interesa saber con exactitud qué debemos hacer, qué está permitido y prohibido. Reconozco que la predicación actual de la Iglesia, a diferencia de la que hacía hace 50 o 60 años, no desciende a menudo a los detalles y a los compromisos concretos. A veces, se debe a la gran complejidad de los temas, que hace que muchos sacerdotes se sientan un poco confusos y prefieran no mojarse. Otras veces se invoca el principio del discernimiento para favorecer una respuesta madura y personal por parte de los creyentes. Cada uno debe preguntarse ante Dios qué tiene que hacer en cada caso, sin esperar recetas que le vengan de fuera.

En el Evangelio de este Tercer Domingo de Adviento, Juan el Bautista ofrece respuestas muy concretas –y un tanto desconcertantes– a las gentes que le preguntan qué tienen que hacer. No les pide que recen más, hagan penitencia en el desierto o entreguen ofrendas al Templo. Sus orientaciones son de andar por casa, muy ligadas a la vida cotidiana. A la gente en general le pide ser generosa: El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”. Su respuesta es fácilmente traducible a las circunstancias de hoy. Compartir lo que tenemos va siempre en línea con lo que Dios quiere de nosotros. A los publicanos (podríamos decir, a los inspectores de Hacienda de hoy) les pide que no exijan más de lo establecido. ¿Qué pasaría si hoy se pidiera lo mismo a abogados, notarios, médicos y demás profesiones liberales? Siempre me ha llamado la atención los honorarios abultadísimos que suelen cobrar los notarios por sus trabajos. A los soldados no les pide que se retiren de la vida militar, como hubiéramos esperado nosotros desde nuestra mentalidad antimilitarista. Les dice: “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga”. Estas exigencias se comprenden mejor si se tiene en cuenta que los soldados de la época recibían un salario bajo y que, por tanto, aprovechándose de su condición de custodios del poder, extorsionan a la gente de mil maneras (robos, violaciones, etc.) y, en definitiva, se aprovechaban de los más pobres e indefensos.

Junto a las recomendaciones de Juan el Bautista, que podrían ser actualizadas sin ninguna dificultad, Pablo, en su carta a los filipenses, nos hace otra recomendación más de fondo, en línea con el mensaje del profeta Sofonías que se lee en la primera lectura: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo”. Quien esto escribe no es una persona a la que le vaya bien todo. De hecho, Pablo se encuentra encarcelado en Éfeso. La verdadera razón para la alegría no es la salud, el éxito en la vida o el dinero. La verdadera razón es que “el Señor está cerca”. Sofonías lo expresaba con palabras parecidas: “El rey de Israel, el Señor, está en medio de ti, no temerás mal alguno”. Si algo celebramos en la Navidad es precisamente la cercanía de Dios a cada uno de nosotros, al mundo entero. Es importante saber “lo que tenemos que hacer”. Hay personas muy cumplidoras que necesitan saber con claridad a qué atenerse para experimentar la felicidad del deber cumplido. De hecho, con más o menos humor, he escuchado a personas que, tras la misa del domingo, decían: “Un cuidado menos”. Daba la impresión de que se habían quitado un peso de encima, no de que habían participado en una celebración de alegría. Pero más importante que saber lo que tenemos que hacer nosotros es agradecer lo que el Señor hace por nosotros: venir a nuestro encuentro, estar cerca. Esta es la verdadera razón de nuestra alegría que nadie nos puede arrebatar. Por eso, lo que realmente “tenemos que hacer” no es un conjunto de deberes éticos, sino, sobre todo, es estar alegres. Es la mejor manera de mostrar y agradecer la presencia del Señor entre nosotros. ¡Ojalá podamos comprenderlo en estos últimos días del Adviento!

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