El viaje de Roma a Singapur se me hizo muy pesado. Tardamos más de 11 horas en recorrer los
10.000 kilómetros que separan ambas ciudades. Como la mayor parte del trayecto
la hicimos de noche, la sensación de pesadez se acentuó, así que no tuve más
remedio que entretenerme dormitando un poco y viendo películas. Me tragué cuatro: La chica de la niebla
(en italiano), El mejor verano
de mi vida (en español), Papillon (en
inglés) y El cuaderno de
Sara (en español). Salvo la segunda, que es una comedia inocente,
las otras tres afrontan el lado siniestro de la vida: crímenes y violencia. El
profesor de literatura de la primera película repite con frecuencia a sus
alumnos: “Es el mal el verdadero motor de
una historia”. Se podría decir de otra manera: el bien interesa poco y
vende menos. O eso parece. La historia de Papillon –apodo
con el que se conoce al delincuente francés Henri Charrière (1906-1973)– describe con
muchos detalles el trato inhumano que los prisioneros recibían en las cárceles
de la Guayana francesa en los años 30 del siglo pasado. Y la última, a pesar de
su título pacífico y hasta entrañable, tiene como escenario la zona congoleña de los
Grandes Lagos donde se ventila la guerra por el coltán. La
película, demasiado simple en muchos momentos, nos acerca a un conflicto que
está arruinando la vida de muchos niños, convirtiéndolos en soldados a la fuerza.
Todas estas cosas suceden a muchos kilómetros de nuestros confortables hogares.
La distancia física es a menudo distancia emocional –Ojos que no ven, corazón que no siente–, a menos que una película o
un documental nos hagan ver. Cuando el lado siniestro de los seres humanos nos
entra por los ojos se queda alojado en una parte de nuestro corazón y ya no es
fácil olvidarlo. La vida no es solo eso, pero también es eso.
Estos hombres violentos, que son capaces de drogar a niños para enseñarles a empuñar un arma o de
violar a niñas y mujeres de los poblados como señal de poder y desenfreno, son también hijos de la Madre inmaculada.
Parece mentira que ellos y nosotros, teniendo por Madre a una mujer sin mancha,
nos hundamos tanto en el barro asqueroso de la maldad, nos ensuciemos las manos y el corazón con dinero y sangre. Parece mentira, pero es el pan nuestro de cada día. ¿Cómo es posible que un
ser humano llegue a torturar y matar a otro por envidia, por venganza o por
afán de dinero? No me gusta fijar mi atención en las historias siniestras –en
este punto me comporto a contracorriente de muchos periodistas y literatos–
pero reconozco que existen, que el mal nos pisa los talones. Hay demasiadas
formas de violencia en nuestro mundo (empezando por la que nos infligimos a nosotros mismos) como para que miremos hacia otro lado. Los
seres humanos –que somos en esencia personas
buenas– podemos convertirnos en seres sin escrúpulos. Basta escarbar un
poco por debajo de nuestra supuesta buena educación. En El cuaderno de Sara se utiliza este verbo: escarbar. Los
guerrilleros de la zona de los Grandes Lagos –sobre todo, en la zona de Goma– parecen salvajes salidos de una
jaula, hombres sedientos de sangre, pero, en realidad, cualquiera de nosotros, en condiciones extremas,
puede sacar de no sé qué mina soterrada una gran violencia. Basta que escarbemos un poco, que alguien encienda la chispa. Estamos
infectados de mal. Es mejor aceptarlo con serenidad para no estrellarnos contra
muros infranqueables.
Celebrar la solemnidad de la
Inmaculada Concepción de la Virgen María significa creer que quien se acerca a la “llena de gracia” acaba contagiado de gracia, activa el don que ha
recibido en el Bautismo. Por eso, en la tradición de la Iglesia se habla de María
como refugio de pecadores. Solo Dios
puede destruir el poder del mal en los seres humanos, pero María nos lleva a ese Dios porque ella misma está inundada por su gracia. La que vivió “sin mancha” no es una puritana cerrada en su torre de marfil, aunque la letanía lauretana le prodigue este epíteto: torre de marfil. Ella no se aleja de los “manchados” como si fuéramos
apestados, sino que nos busca como madre, nos acoge y nos ayuda a sacar de
nuestra bodega interior lo mejor de nosotros mismos. Es verdad que estamos
infectados de mal. Es verdad que corrompemos el mundo con nuestro
pecado. Es verdad que hay una contaminación ética y espiritual que es más nociva
que la contaminación atmosférica. Pero es mucho más verdad que la gracia de
Dios es soberana y que con ella cualquier ser humano puede vivir y actuar como
un hijo o una hija de Dios. A la luz de la Madre inmaculada, se podría hablar
de sus hijos –es decir, de cada uno de nosotros–como de poderosos
descontaminadores.
Mientras escribo en una habitación del séptimo piso del Catholic Center de Medan, en Indonesia, me corre el
sudor por la frente. Pasar del preinvierno europeo a las temperaturas
tropicales de esta isla de Sumatra es un contraste demasiado fuerte como para
afrontarlo en unas pocas horas. Quienes disfrutan del calor húmedo estarían aquí
en su salsa (nunca mejor dicho). Pero yo soy un hombre del frío, así que no tengo más
remedio que aguantarme. No me gusta el aire acondicionado. Pero sí me gusta felicitar a todas mis amigas que llevan el nombre de Concepción o Inmaculada. ¡Ojalá sean un recordatorio viviente de la Madre llena de gracia allí donde nosotros llenamos todo de miseria!
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