Jesús tiene la rara habilidad de ser políticamente incorrecto en casi todo lo que hace y dice.
Si siempre nos suena bien, si nos parece que estamos en línea con él, es muy
probable que no hayamos captado lo que quiere decir. En el fragmento del
Evangelio de Marcos que la liturgia proclama este XXXII Domingo del Tiempo Ordinario vuelve a
sorprendernos con una de sus “salidas de tono”. El contexto es el templo de Jerusalén,
un escenario imponente y majestuoso en el que todo resalta más. Por él se pasean
sacerdotes, escribas… Estos últimos son los “letrados” de la época, los
expertos en preparar documentos (estamos en una sociedad en la que la mayoría de
la gente es analfabeta) y cobrar por ello. No hay nada malo en ejercer con
honradez una profesión de servicio público. Lo que Jesús denuncia es su estilo
narcisista y prepotente. ¿En qué se nota? Jesús no se anda con remilgos. Lo
expresa con gestos concretos: “Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la
plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en
los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos”
(Mc 12,38-40). ¿Dónde hemos visto algo semejante en nuestros días? Se ve que
los seres humanos hemos evolucionado poco en cuestión de apariencia y culto de
la imagen.
Con todo, lo que más
molesta a Jesús no es la longitud y calidad de sus vestiduras sino el hecho de
que “devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos”. Si hay algunos preferidos de Dios, éstos son los huérfanos y las viudas, dos categorías que
simbolizan la pobreza, el abandono y la indefensión. Por eso, Dios se convierte
en su abogado defensor frente a los prepotentes. El libro del Éxodo era
taxativo: “No oprimáis al extranjero. No aflijáis a la viuda o al huérfano. Si
los maltratas, y claman a mí, ciertamente oiré yo su clamor, porque soy
misericordioso” (Éx 22,20). Mientras Jesús observa cómo los ricos echan de lo
que les sobra en el arca del Templo, cae en la cuenta de que una pobre viuda
(es casi una redundancia porque casi todas las viudas eran pobres) echa dos
monedas, todo lo que tenía para vivir. Este contraste entre el “mucho” de los
ricos y el “todo” de la pobre viuda desarma a Jesús. Se lo confiesa a sus
discípulos: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las
ofrendas más que nadie”. Conviene recordar que la viuda es una mujer que no
forma parte del círculo de Jesús, es una extraña, pero Jesús siente una simpatía
especial por todos los outsiders de
buen corazón. Podríamos decir que esta
pobre viuda es la imagen de quienes en cualquier parte del mundo se dejan
llevar por los impulsos del corazón, aunque no hayan oído hablar de Jesús.
Relatos como el
de este domingo suponen una fuerte crítica a una religiosidad de la apariencia,
tan propia de todos aquellos que quieren cubrir con el papel celofán de la
religión una vida llena de hipocresía y falta de autenticidad. Es también una
fuerte crítica del exceso de formalismo que se da en las comunidades
eclesiales, de la vanidad de muchos eclesiásticos que buscan puestos de honor,
títulos, prestigio o influencia. ¡Qué ridículo se ve todo en el espejo de una
pobre mujer viuda! Las personas de una pieza constituyen el revulsivo más
fuerte contra la sofisticación y la mentira que caracteriza la vida social.
Para Jesús, los escribas podrían ser expertos en los laberintos legales, pero
la pobre viuda era “catedrática” de la vida, experta en los asuntos del corazón
y, por tanto, experta en Dios, sin necesidad de pronunciar su nombre o de
exhibir un comportamiento demasiado
religioso. Hay que dejarse sorprender por este relato antes de que una
domesticación excesiva le haga perder su fuerza profética. Las enseñanzas de
Jesús no pasan de moda.
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