Desde mi ventana veo los tejados del noreste de Madrid. Ha amanecido un día cubierto. A esta
hora la gente todavía duerme. Ayer fue fiesta en la ciudad. Es probable que
muchas personas hayan salido aprovechando el puente. Puede llover de un momento
a otro. Ojeando la prensa digital de esta mañana, doy con una entrevista al
director de cine Juan Manuel Cotelo,
a quien conocí a raíz de su película-documental La última cima
sobre el sacerdote madrileño Pablo
Domínguez Prieto. En la entrevista
que esta mañana publica La Vanguardia, Cotelo habla sobre su
última producción, basada en historias reales de personas enfrentadas que han
sabido perdonarse. Una de ellas le confesó que “la vida no es Disney”. Si no fuera porque estas historias existen,
uno podría creer que lo que mueve el mundo es el odio y el resentimiento. Estamos
tan saturados de agravios, abusos, explotaciones e injusticias que, a veces, a
lo máximo que aspiramos es a “hacer justicia”, en el sentido de castigar a los
culpables y resarcir a las víctimas. No es poco, pero no es suficiente. La
única medicina que puede restaurar una vida es el perdón.
Me ha tocado
acompañar a algunas personas que han sido víctimas de experiencias muy
ofensivas. Almacenan tanto rencor dentro que no solamente se sienten incapaces de
perdonar, sino que ni siquiera lo desean. El rencor es como una droga. Tiene un
enorme poder destructivo, pero de tal manera subyuga a las personas que es casi
imposible sustraerse a sus garras. Es como si uno encontrara placer en sentirse
mal, como si la autodestrucción fuera la forma suprema de venganza hacia la
persona culpable. El mecanismo es diabólico, pero más frecuente de lo que
pudiera parecer. En todos esos casos, las “buenas razones” sirven para poco.
Uno no quiere escuchar las voces que lo invitan a escapar de ese círculo
vicioso. Prefiere pudrirse en su rencor antes que perdonar. El perdón se
interpreta como una claudicación propia de personas débiles que no saben reclamar
sus derechos. ¿Qué tiene que suceder para que una persona salga de esa cárcel
emocional y disfrute de una nueva libertad? ¡Un milagro! Sí, el milagro del
perdón.
Donde hay perdón,
allí está Dios. Los seres humanos somos muy capaces de producir el mal, pero no
disponemos de energía para restaurar lo que hemos destruido. Recuerdo que hace
años leí una frase de Fernando Savater que me llamó la atención. Cito de
memoria: “El único desprendimiento del que los seres humanos somos capaces es
el desprendimiento de retina”. Somos tan egocéntricos que toda salida de
nosotros mismos nos parece una amenaza cuando, en realidad, supone nuestra
salvación. Podemos perdonar cuando nosotros mismos hemos experimentado en carne
propia que Dios nos perdona. ¿Qué ser humano es tan engreído que crea que no
necesita ser perdonado? ¿Quién puede ir repartiendo por la vida amenazas y
sentencias sin caer en la cuenta de que el primer sentenciado es él mismo? Me
sorprende la facilidad con que algunas personas se vuelven justicieras cuando
su propia vida es un estercolero. Todos los seres humanos necesitamos ser
perdonados. Solo entonces podemos prodigar el perdón a los demás. Se trata de
una necesidad tan imperiosa que Jesús la incluyó en su oración al Padre al
mismo nivel que el pan cotidiano: “Perdona nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Quizás podríamos parafrasearla así:
“Porque todos los días tú perdonas nuestras ofensas, nos comprometemos también a
perdonar a quienes nos han ofendido”. Es muy probable que la película de Cotelo sea un hermoso comentario existencial a esta petición del Padrenuestro. Lo comprobaré cuando me sea posible.
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