Termino el mes de noviembre contento. Ayer, nuestros tres (en realidad, cuatro, porque el párroco que fue a
negociar acabó siendo también secuestrado) hermanos cameruneses secuestrados por
un grupo secesionista fueron liberados después de casi una semana de
retención forzosa. Por desgracia, sigue detenido el conductor del vehículo. En algunas partes del mundo, la vida misionera es una
profesión de alto riesgo. También los primeros discípulos de Jesús arrostraron
peligros. San Andrés,
cuya fiesta celebramos hoy, fue martirizado en Patras (Grecia) en fecha
incierta en la segunda mitad del siglo I. En las iglesias ortodoxas se lo
venera como “el primer llamado”. Junto con su hermano Pedro, ambos naturales de
Betsaida, fue invitado por Jesús a dejar su familia y el oficio de “pescador de
peces” para aceptar el de “pescador de hombres”. ¿Cuántas personas a lo largo
de la historia se habrán visto reflejadas en los textos evangélicos que narran
la vocación de Andrés y, en general, la de los primeros discípulos de Jesús? También
hoy se siguen produciendo historias de
llamamiento y conversión. Algunas son muy conocidas, como la del actor
mexicano Eduardo Verástegui, la
de la familia del director de cine David Arratibel o la
del cineasta Juan Manuel Cotelo. Pero
la mayoría son desconocidas, como la del periodista Jaime Acero. Incluso se pueden dar segundas
conversiones después de años de abandono de la fe. Conviene acercarse a
algunas historias para ver cómo Dios nunca ceja en su empeño de hacernos felices.
La fe solo se vuelve
significativa si es respuesta a una llamada. Pero, ¿qué pasa cuando nunca hemos
oído ninguna? Algunos de mis conocidos me lo han confesado abiertamente: “Yo no sé por qué creo en Dios, quizás por
tradición, pero te aseguro que no he recibido ninguna iluminación especial”.
Quizás esta falta de experiencias fuertes es lo que ha conducido a muchos
bautizados a una actitud de indiferencia con respecto a Dios. No creen en Él,
tampoco lo niegan, simplemente se desentienden de la cuestión. La indiferencia
no implica una actitud hostil sino, más bien, una falta de verdadero interés.
La vida diaria está llena de preocupaciones absorbentes. Uno anda liado con
asuntos familiares, laborales y sociales. Se podría decir que “no tiene tiempo”
para bucear en un mar que parece no tener fondo y del que algunos no han salido
vivos. ¿Cómo se rompe la tela de la indiferencia? Los discursos o las
reflexiones sirven de poco. No vivimos tiempos de mucha argumentación. Los
sentimientos mueven un poco más, pero tampoco éstos son buenos tiempos para la
lírica… religiosa. Necesitamos oír una “llamada”. No en vano, una de las
películas de más éxito en España el año 2017 se titulaba precisamente así: La llamada.
Se trata de un musical que, en clave de humor, afronta lo que puede suceder
cuando Dios llama a una persona. Es
probable que más de un lector del Rincón
se esté preguntando si él o ella ha recibido alguna vez en su vida una llamada de este tipo. No creo que a
nadie le haya sonado el teléfono de su casa o su móvil y haya escuchado al otro
lado la voz de Dios.
Las llamadas de
Dios no son locuciones extrañas. Dios sigue llamándonos
en los acontecimientos de la vida leídos en profundidad. Su particular sintaxis
consiste en trazar una línea interpretativa entre hechos aparentemente
inconexos. Lo que llamamos providencia
es una manera de mostrarnos su amor a través de hechos solo en
apariencia fortuitos. Muy a menudo estamos dormidos. No percibimos estas
conexiones. Pero, a veces, sin saber por qué, es como si se encendiera una
chispa y comenzáramos a percibir el significado de lo que estamos viviendo.
Estas chispas que nos permiten verlo en profundidad pueden ser consideradas como llamadas.
La vida misma se vuelve transparente y provocativa. Entonces -solo
entonces- salimos de nuestro estado de indiferencia y comenzamos a buscar. Entonces
-solo entonces- la Biblia, que nos parecía un libro insoportable, comienza a
decirnos algo, la sentimos como una carta de Dios dirigida a nosotros. Entonces
-solo entonces- empezamos a comprender el testimonio de algunas personas que
viven junto a nosotros. ¡Es la hora de la llamada
y quizás, en muchos casos, de una segunda
conversión a la altura de los 40, 50, 60 o 70 años!
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