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jueves, 29 de noviembre de 2018

¿Tan difícil es entenderse?

Yo también soy de los que creen que, a pesar de los muchos problemas que tenemos, el mundo está mejor hoy que hace cien años, al menos si tenemos en cuenta algunos indicadores como el acceso al agua potable, la electricidad, la educación o la sanidad. He sido testigo de los avances en países como la India, Nigeria o Ecuador. Tengo más dudas con respecto al mundo de los valores, difícilmente medibles. Pero de lo que estoy seguro es de la alarmante polarización que observo en Europa y en otras partes del mundo. A pesar de los enormes avances científicos, técnicos y sociales, parece que cada vez nos cuesta más dialogar y entendernos. Da la impresión de que no toleramos por mucho tiempo la paz y la concordia. Disfrutamos con el conflicto. El adversario se convierte en enemigo; las diferencias se alzan como muros impenetrables. Algunos lo achacan a la mediocridad general de los políticos que nos gobiernan; otros, a la complejidad de nuestras sociedades, cada vez más multiculturales y, por lo tanto, difíciles de gestionar. Son muchos los que hablan del resurgir de los nacionalismos como grave problema social. Y no faltan quienes ponen el acento en la pérdida de valores socialmente compartidos. Sea como fuere, consumimos una cantidad ingente de energía en debates inútiles cuando ésta se podría canalizar, por ejemplo, hacia la consecución de los famosos 17 objetivos del desarrollo sostenible. Si trabajásemos por ellos conjuntamente, nuestro mundo sería mucho más habitable.

Veo una brecha entre la sensatez que, en general, se observa en los ciudadanos de a pie y la bronca permanente entre los políticos, amplificada por los medios de comunicación. Algunos parlamentos nacionales y regionales se parecen cada vez más a un circo que a una asamblea legislativa formada por gente competente y honrada. Bufonadas aparte, da la impresión de que los políticos hacen esfuerzos sobrehumanos por agrandar las diferencias entre ellos en vez de esforzarse por encontrar convergencias y llegar a acuerdos. Con brillantes excepciones, el tono de los debates se parece más a una discusión tabernaria que a un ejercicio de discernimiento y de búsqueda del bien común. Se suele decir que tenemos los políticos que nos merecemos. Puede ser. Al fin y al cabo, todos salen de nuestras familias, pueblos y ciudades. No son una especie caída del cielo. Están ahí porque los hemos votado. Son nuestros compañeros de colegio e incluso nuestros parientes y amigos. Sin embargo, da la impresión de que pronto se olvidan de sus orígenes y de lo que de verdad preocupa a los ciudadanos. Conozco a algunos a los que el ejercicio de la política se les ha subido demasiado a la cabeza. Disfrutan de las mieles de sentirse alguien, pero apenas contribuyen a mejorar las cosas. ¿Cómo es posible que no reflejen en sus intervenciones la cordura que se percibe en la mayoría de la población? ¿Por qué tienen tanto interés en exacerbar las diferencias y arengar a las masas, en un ejercicio irresponsable de provocación que luego no pueden controlar? ¿Qué secretos intereses los mueven?  ¿Por qué están obsesionados con ganar votos? ¿O se trata solo de incompetencia y cortedad de miras?

El papa Francisco habla a menudo de crear una “cultura del encuentro” para hacer frente a los males que nos afligen y, sobre todo, para responder a los desafíos que se nos presentan en el mundo globalizado. Esta cultura se asienta en cinco pilares: el realismo encarnado, el valor de la memoria, el universalismo integrador de las diferencias, el diálogo y la búsqueda del bien común y la apertura a la trascendencia. Sin ellos, es imposible avanzar en la justa dirección. 

1. El realismo encarnado significa prestar atención a los rostros concretos de las personas (con sus necesidades, sueños y sufrimientos) y no tanto a las realidades virtuales que la sociedad de la información difunde. O sea, colocar en primer plano la dignidad inviolable de los hombres y mujeres sin excluir a nadie. 

2. El valor de la memoria nos empuja a conocer nuestras raíces, a valorar lo mejor de nuestro pasado y a aprender de él para no repetir los mismos errores en el presente. 

3. El universalismo integrador implica no encerrarnos en nuestros intereses grupales, tribales o nacionales, sino abrirnos a la familia humana sabiendo integrar su rica pluralidad. 

4. El diálogo y la búsqueda del bien común constituyen la dinámica y el horizonte de la auténtica vida social. Implican no reducir la política a la mera confrontación de intereses sectoriales. 

5. Por último, la apertura a la trascendencia valora la dimensión espiritual del ser humano. Trata de enriquecer la vida social desde sus aportaciones específicas. 

¿Tan difícil es caminar en esta dirección? ¿No nos ahorraríamos conflictos -e incluso dinero- si, desde la familia y la escuela, se promoviera esta “cultura del encuentro” de manera que constituyese el ámbito natural para el desarrollo de la tarea política de nuestros líderes?



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