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jueves, 25 de octubre de 2018

Templo grande, comunidad pequeña

Ayer celebramos con alegría la fiesta de san Antonio María Claret. A las seis y media de la tarde, nos dimos cita en la basílica del Corazón de María de Roma unos cincuenta claretianos (obispo, presbíteros y hermanos) y un nutrido grupo de religiosas de la familia claretiana para celebrar la eucaristía solemne que presidió nuestro Superior General, el indio Mathew Vattamattam. Había también unos cuantos amigos nuestros y algunos laicos de la parroquia. Es verdad que no resulta fácil congregar a mucha gente un miércoles por la tarde, pero el contraste era muy llamativo. En el enorme presbiterio se alineaban a ambos lados del altar los numerosos presbíteros con albas y estolas blancas; en los bancos de la inmensa nave central, las religiosas y los pocos laicos. Si tenemos en cuenta que la planta de la basílica mide casi una hectárea, podemos imaginarnos la sensación de vacío, lo cual no fue óbice para tener una celebración fraterna.

Mientras contemplaba el panorama, pensaba en lo que nos está sucediendo en muchas partes de Europa. La mayoría de nuestros pueblos y ciudades, como fruto de siglos de cristianismo, tienen espaciosas y a menudo espléndidas iglesias. Uno se sorprende viajando por Castilla, por ejemplo. En medio de los trigales se yergue el campanario de un templo soberbio para un pueblo de cien o doscientos habitantes, la mayoría de los cuales son ancianos. No es difícil desalentarse viendo lo que nos depararán los próximos años. En Asia y África sucede el fenómeno contrario. Con mucha frecuencia, los espacios destinados al culto no pueden albergar a los numerosos cristianos que se congregan cada domingo. Muchos se arraciman en la calle; la mayoría son jóvenes y niños. Se respira un ambiente de alegría y esperanza.

Hablando ayer con un obispo claretiano de Puerto Rico que está participando en el Sínodo sobre los jóvenes, me confesó que cuando hablan los representantes europeos lo hacen, por lo general, con un tono mortecino, como si hubieran perdido la esperanza de que las cosas puedan cambiar, como si ya no creyeran que Jesús está llegando también al corazón de los jóvenes del viejo continente. Puede ser solo una impresión superficial, pero conviene prestar atención a cómo nos ven quienes vienen de otros contextos. Las preguntas se multiplican: ¿Qué nos está pasando? ¿Qué significa la realidad de nuestros grandes templos usados por comunidades pequeñas? ¿Qué podemos aprender? ¿Qué debemos hacer? El ejemplo de los templos grandes casi vacíos es solo una muestra -quizá no la más importante- que nos obliga a abrir los ojos, a ir un poco más lejos. No sé si el Sínodo nos ofrecerá orientaciones claras y alentadoras -espero que sí-, pero, más allá de lo que diga, necesitamos cambiar de paradigma y de actitud. La desesperanza, además de indicar una falta de fe, no nos lleva a ninguna parte. 

Creo que tenemos que preguntarnos, en primer lugar, si somos un residuo o un resto. En el primer caso, estaríamos viviendo los estertores de una época que está a punto de acabar; en el segundo, nos acostumbraríamos a ser fermento en la masa, pequeña minoría esperanzada que se relaciona de otra manera con las mayorías sociales. Si uno se siente residuo, pierde la autoestima y no encuentra motivo para compartir su experiencia con otros. Se ve dominado por sentimientos de impotencia, frustración y tristeza. Si uno se sabe resto, acepta con serenidad que no todos piensan y se comportan igual,  vive con gratitud y alegría su propia fe y, llegado el momento oportuno, la comparte con quienes muestran interés. Creo que los creyentes no estamos llamados a ser residuos sino un resto humilde, alegreabierto y siempre esperanzado.

1 comentario:

  1. Tendriamos que tener personal y comunitariamente la experiencia mistica que anuncio Rahner para que el cristiano entienda su lugar en este siglo. Cada dia me convenzo mas de que nuestras estructuras pastorales y misioneras deben priorizar (al igual que cada cristiano que se tenga por misionero) proponer a la gente el encuentro con Jesucristo. Lo demas viene por añadidura. Esta es la experiencia fundante transformadora.

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