A pocos metros de la ventana de mi cuarto, en la acera de enfrente, hay varios contenedores de
basura. Todos son viejos y destartalados, a juego con la ciudad. Los vecinos
depositan en ellos los desperdicios de cada día. Pasada la medianoche, haciendo
todo el ruido posible, desfila el camión que recoge la inmundicia acumulada
durante la jornada. Aparte de esa función social, que consideramos imprescindible, realiza
otra que provoca las iras del vecindario: despertar a quienes tienen un
sueño ligero. Dos servicios por el precio de uno. Cuando por alguna razón, se
produce una huelga de recogedores y el camión no pasa durante varios días, el
espectáculo es deplorable: se amontan las bolsas junto a los contenedores, que
comienzan a despedir un hedor nauseabundo, sobre todo en verano. Entonces se
comprende con más claridad que los seres humanos somos, entre otras cosas,
generadores de basura. Quizá somos también animales racionales, trabajadores y
lúdicos; pero, de lo que no hay ninguna duda, es de que somos –sobre todo en
esta sociedad consumista– productores de basura. Un contenedor es una muestra
palpable de nuestros usos y costumbres. En ellos se amontan, no siempre por
separado, desde residuos orgánicos (a través de los cuales se puede adivinar lo
que comemos) hasta objetos de vidrio, papeles y cartones sin número, latas y
envases, y toda suerte de cachivaches (desde una silla cojitranca hasta un
colchón inmundo). Se puede reconstruir el perfil de nuestra civilización a partir de los desperdicios que tiramos a los contenedores. Dime lo que tiras y te diré quién eres, o, por lo menos, cómo eres.
Lo más triste no
es el espectáculo de nuestros residuos, sino el hecho de que haya seres humanos
que tengan que vivir de lo que la mayoría tiramos a los contenedores (o
botamos, como se dice en bastantes lugares de Latinoamérica). He visto a muchas
personas rebuscando en las bolsas de basura. A veces, buscan algo de comida en
buenas condiciones; otras veces, objetos que puedan utilizar o revender. En
más de una ocasión he llegado a ver cómo algunos indigentes se introducían materialmente
dentro de los contenedores para dar con algo valioso. No es más que una pequeña
muestra de lo que, a gran escala, se da en los vertederos de algunas
metrópolis. Es tristemente famosa la Smokey Mountain de
Manila, pero no es el único lugar del mundo donde miles de indigentes se buscan la vida entre las basuras.
Muchos sobreviven con lo que la mayoría tiramos porque nos sobra. Me vienen a
la memoria los famosos versos de Calderón de la Barca: “Cuentan de un sabio que
un día / tan pobre y mísero estaba, / que sólo se sustentaba / de unas hierbas
que cogía. / ¿Habrá otro, entre sí decía, / más pobre y triste que yo?; / y
cuando el rostro volvió / halló la respuesta, viendo / que otro sabio iba
cogiendo / las hierbas que él arrojó”.
La basura, en
realidad, se ha convertido en una categoría moderna. Hablamos de comida-basura (aunque
algunos países latinoamericanos prefieren la expresión comida-chatarra, más
atada al original inglés junk food), de telebasura y hasta de bonos basura. Hemos ido
incluso más lejos. Nos hemos atrevido a contaminar los mares con millones de
toneladas de basura marina y los
cielos con restos de artilugios que forman un auténtico vertedero de basura espacial. Tan marcados estamos por la basura que ya
hablamos abiertamente de hombres basura.
Pareciera que la capacidad humana de producir desperdicios se extiende a todas
las esferas de la vida, incluyendo la de su sentido y significado. La basura se
ha convertido incluso en un negocio
muy rentable, hasta el punto de que ya no es tan fácil distinguir entre material
productivo y material de desecho, entre lo que sirve para algo y lo que no
sirve para nada. De todo se puede sacar algún provecho. ¿En qué mundo vivimos? ¿También nosotros estamos llamados a
convertirnos en basura, en elemento sobrante? En este contexto tan excluyente,
recuerdo las palabras de Pablo en la carta a los filipenses: “Más aún, todo lo
considero pérdida comparado con el superior conocimiento del Mesías Jesús, mi
Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de
ganarme al Mesías y estar unido a él” (3,8-9). Para un seguidor de Jesús,
basura no son los materiales sobrantes, sino cualquier experiencia que nos
impide el verdadero encuentro con Jesucristo. Es esta la basura que más debiera
preocuparnos, sin olvidar todas las demás.
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