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domingo, 7 de octubre de 2018

Al principio no fue así

Este domingo es imposible comenzar la jornada sin mencionar a la gran soprano Monserrat Caballé, la señora de los pianissimi infinitos, fallecida ayer en Barcelona a la edad de 85 años. No la traigo aquí solo por ser una diva operística, sino, sobre todo, por ser una mujer de fe, que supo ascender por el camino de la belleza a Dios, siempre hermoso. Ella, Plácido Domingo y tantos otros, pertenecen a una generación de artistas que no han tenido vergüenza de confesar su fe, que no han visto ninguna incompatibilidad entre dedicarse a la música y creer en Dios y, al mismo tiempo, que no han hecho de su fe un ariete contra nadie, sino solo un discreto y sereno testimonio de vida. Contrastan con otros artistas que alardean de ateísmo para conseguir algo de notoriedad.

De todos modos, este primer domingo de octubre –de no haber caído este día en domingo hubiéramos celebrado hoy la Virgen del Rosario– nos lleva en otra dirección. La liturgia nos habla del plan de Dios sobre el matrimonio. Lo primero que me viene a la mente es pensar en varios de mis amigos y conocidos que han vivido situaciones de prueba en relación con esta experiencia humana, amigos que han anulado sus matrimonios canónicos, se han separado de sus parejas o se han divorciado. No conozco ni un solo caso en el que estas situaciones se hayan vivido como algo deseable y placentero. Siempre implican mucho sufrimiento y, en cierto sentido, la admisión de un fracaso. No creo que Jesús pretenda condenarlos a una situación insostenible. La Iglesia, poco a poco, tiene que ir encontrando caminos pastorales de misericordia para salir al paso de estas situaciones, hoy tan numerosas, en las que un proyecto humano ha naufragado. La exhortación apostólica Amoris laetitia (2016), tan criticada por algunos, ofrece pistas pastorales. En el futuro se abrirán nuevos caminos. Que el ideal cristiano sea claro no significa que no se deban encontrar vías para quienes, por diversas razones, no pueden alcanzarlo.

La liturgia de este XXVII Domingo del Tiempo Ordinario nos invita a celebrar el don del matrimonio para la humanidad. Sé que muchas personas, sobre todo entre los jóvenes, piensan que se trata de una institución obsoleta, de una forma de convivencia que cumplió su papel en el pasado, pero que hoy significa ya muy poco. Las circunstancias han cambiado. Sé que hay algunos que dicen que es solo “cuestión de papeles”, que lo que importa es juntarse cuando hay amor y separarse cuando desaparece. ¿Qué pinta la sociedad en un asunto tan íntimo? Sé que hay incluso cristianos que prefieren la simple convivencia o, a lo más, una celebración civil para dejar la puerta abierta a un posible divorcio si las cosas vienen mal dadas. Sé que hoy se habla de muchas maneras de relación, incluyendo las parejas homosexuales, los hogares monoparentales y algunas formas del llamado poliamor

En este contexto tan heterogéneo, con opiniones tan distintas en torno a él, el matrimonio que propone Jesús no es algo pasado, sino una apuesta tan novedosa, tan de futuro, que da la impresión de que no estamos preparados para acoger tanta novedad. Nos desborda. Casi nos parece algo sobrehumano. Que un hombre y una mujer se quieran con un amor transparente, sean fieles mutuamente hasta el final de su existencia (en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas) y estén abiertos al don de la vida es algo tan divino, a fuerza de ser tan humano, que solo con la ayuda de Dios se puede llevar a cabo. No es, pues, una institución obsoleta, sino, en cierto sentido un camino por estrenar.

En el Evangelio de este domingo, los fariseos pretenden enredar a Jesús en las trampas de su casuismo. Jesús sabe muy bien que el divorcio permitido por la Ley judía es una forma de proteger a la mujer indefensa, pero no corresponde al diseño de Dios. Ese “al principio no fue así” (que remite al libro del Genésis) no se refiere a un hipotético principio cronológico, sino a un principio salvífico, a lo que Dios desea para los seres humanos. Sé que, como todo signo profético, no es fácil de comprender, pero sé también que este don que Dios hace a la humanidad es una reserva de todo lo mejor que los seres humanos podemos vivir. 

He oído a más de un sacerdote decir que el matrimonio es un estado de santidad… porque produce muchos mártires. Es una forma irónica de aludir a los problemas de los matrimonios. Preferiría dar la vuelta a este dicho. El matrimonio es un estado de santidad… porque produce muchos testigos (eso es lo que significa la palabra mártir) del amor de Dios en un mundo que necesita experimentar qué significa un amor personal en la reciprocidad hombre-mujer, un amor fiel (en un contexto en el que somos incapaces de mantener nuestra palabra) y un amor fecundo (en un mundo que se siente dueño de la vida y la muerte). No todos pueden con esto. Pero estoy convencido de que Dios sigue llamando hoy a millones de hombres y mujeres a vivir este apasionante camino con la ayuda de su gracia. El matrimonio cristiano es una vocación. 

Oro por mis amigos casados, especialmente por aquellos que están esperando la llegada de nuevos hijos. Oro por los que están atravesando dificultades. Oro por los que están a punto de tirar la toalla. Y oro también por los que no acaban de decidirse a dar el paso, pero lo están considerando con seriedad. 



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