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viernes, 19 de octubre de 2018

Incurablemente antropocéntricos

El título de hoy se las trae. Consta solo de dos palabras (un adverbio y un adjetivo). Eso sí, cada una tiene seis sílabas. Reconozco que no estamos para títulos de este calibre, pero no se me ha ocurrido otro mejor. En la edad antigua, los seres humanos eran cosmocéntricos. Les parecía que el universo (sobre todo, la tierra) era el centro de todo. La vida humana tenía que ajustarse a sus ritmos, incluso a la sabiduría de las estaciones (primavera, verano, otoño, invierno), que se hacían coincidir con las diversas etapas de la vida humana (infancia, juventud, madurez, ancianidad). La cultura judeocristiana es teocéntrica. El centro de toda la realidad es Dios. Solo a Él le debemos gloria. El ser humano tiene que esforzarse por conocer y cumplir su voluntad. En Dios nos movemos, somos y existimos. 

El humanismo renacentista y, sobre todo, la Ilustración, dieron un giro copernicano. La cultura europea se volvió antropocéntrica. Desde entonces, el centro de todo es el ser humano. Es verdad que hoy se dan también movimientos antihumanistas y transhumanistas, pero el paradigma no ha cambiado en sus líneas básicas. Seguimos siendo incurablemente antropocéntricos. En este caldo de cultivo surgen hongos de todos los tipos y tamaños, incluyendo algunas formas de neo-cosmocentrismo representado por movimientos ecologistas e indigenistas. Pero uno de los fenómenos más llamativos en las últimas décadas es el exagerado culto al yo. Se ha desarrollado tanto (sobre todo, en el campo del deporte y la política) que resulta insoportable. De un sano interés por la autoimagen, hemos pasado a la idolatría del propio yo. El antropocentrismo ha degenerado en un craso egocentrismo. No cabe esperar nada bueno de este movimiento centrípeto.

Se podrá argüir  que la visión más antropocéntrica de todas es la que brinda el cristianismo. Hay una buena parte de razón. La encarnación de Dios en el hombre Jesús hace del ser humano un lugar de revelación, un “lugar divino”. No hay que buscar entre las nubes lo que tenemos al alcance de la mano. A partir de este hecho, muchas teologías se han vuelto antropocéntricas, se han convertido en antropologías. Invocan con frecuencia una frase de Ireneo de Lyon, pero casi siempre cortada por la mitad: Gloria enim Dei vivens homo (La gloria de Dios es el hombre viviente). De esta comprensión surge una praxis. Dar gloria a Dios no significa alabarlo con el culto litúrgico sino, ante todo, luchar para que los seres humanos vivan una vida plena. La segunda parte de la frase de Ireneo (vita autem hominis visio Deila vida del hombre es la visión de Dios) interesa menos porque parece romper la fuerza de la primera; sin embargo, ambas mitades reflejan la circularidad de la auténtica experiencia cristiana. Hoy, en el contexto antropocéntrico que vivimos, nos hemos quedado con la primera mitad y, además, la hemos secularizado. En su versión cultural secularizada sonaría, más o menos, así: “Para lograr un mundo nuevo (la categoría gloria de Dios se ha vuelto irrelevante), lo que cuenta es luchar por la dignidad de los seres humanos”. Si no fuera porque la experiencia histórica nos ha demostrado repetidas veces que esta lucha, desconectada de su raíz divina, acaba siendo casi siempre una nueva forma de tiranía, creeríamos haber descubierto la piedra filosofal. Y, de hecho, algunas teologías han caído de buen grado en la trampa en nombre de la lógica del cristianismo, radicalmente antropocéntrica, según su interpretación de las cosas.

Creo que la única forma de superar estos reduccionismos es volver a lo que Ireneo de Lyon dice para comprender que la pasión de Dios es el ser humano (hombre y mujer) y el destino del ser humano es Dios. Aquí no hay espiritualismo ni materialismo que valgan. Es un doble movimiento de amor que se expresa de maneras muy diversas y no dualistas. Es importante luchar por los derechos de los seres humanos… y también celebrar con belleza y gratuidad la liturgia. Es necesario cultivar la relación personal con Dios a través de la oración… y también ponerse del lado de los excluidos. Un polo no anula el otro ni se subsume en él. Todas estas cosas pueden parecer muy teóricas, incluso muy alejadas de nuestra vida corriente. Sin embargo, de la manera como las entendamos depende el significado de todo lo que vivimos. En estos tiempos tan antropocéntricos, en el que el yo narcisista se ha erigido en el centro de todo, necesitamos afirmar que el cristianismo, a fuer de antropocéntrico, nos abre al Misterio insondable de Dios. En otras palabras, que cuanto más nos preocupamos por que “el hombre viva”, sobre todo el hombre empobrecido y excluido, más comprendemos que la verdadera vida del hombre es la “visión de Dios”, la comunión plena con Él.

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