Recuerdo que la primera vez que visité Jerusalén, allá por el año 1993, el guía que nos explicaba la
mal llamada mezquita de Omar (o sea, la Cúpula de la Roca), nos decía que los musulmanes nunca
hacen una obra de arte “perfecta”, que siempre dejan algún defecto o algo a medio
hacer. La razón es teológica: pretenden mostrar que solo Dios es “perfecto”. La perfección
no es un atributo de los seres humanos, sino solo del Altísimo. La anécdota es aleccionadora. Se non è vera è
ben trovata. Hay personas que no
toleran la imperfección, ni en sus vidas ni en la vida de los demás y del mundo en general. Son víctimas del perfeccionismo. Es verdad que esta tendencia, a veces patológica, les ayuda a buscar siempre la excelencia, en la que suelen alcanzar
grandes cotas, pero, a cambio, las hace víctimas
de sí mismas. La persona perfeccionista nunca se encuentra satisfecha, exige
un reconocimiento constante, acumula frustraciones y resentimientos. Es
probable que en algunos campos técnicos y artísticos se pueda lograr algo
semejante a la perfección, pero no en el desarrollo de la vida humana. Lo
propio del ser humano es un hacerse constante; por tanto, nunca será perfecto,
porque nunca está “hecho del todo”. Esto significa, por paradójico que resulte, que el hombre perfecto tiene que aprender a integrar la imperfección. Es la antigua sabiduría japonesa del “wabi-sabi”.
Por eso me choca tanto el
neo-perfeccionismo que invade hoy la vida social. Se exige que los políticos
sean impolutos, que tengan una hoja de servicios sin mancha (desde sus trabajos
académicos hasta sus declaraciones a Hacienda). A los sacerdotes se les exige
madurez humana, buena capacidad intelectual y emocional, integridad moral y no
sé cuántas cosas más. Basta examinar los requisitos de los planes de formación.
Ahora, a raíz de los escándalos sexuales, las exigencias se han aumentado.
Buscamos asegurar todo: desde las cosechas hasta los ascensores, pasando por
los coches y los aviones. Y no digamos por lo que respecta a la salud: los médicos no pueden equivocarse nunca y los servicios hospitalarios no pueden tener ningún fallo. En una palabra, queremos que todo sea perfecto en un
mundo esencialmente imperfecto. Esta contradicción es fuente de muchas insatisfacciones,
malentendidos y juicios implacables. Como ya no creemos en un Dios perfecto,
nos hemos empeñado en apropiarnos nosotros de esa cualidad “inhumana”. Creo que
en este campo los antiguos eran más sabios que nosotros. Sabían convivir con la imperfección, aceptaban que no todos
somos sanos, inteligentes, guapos y buenos. Experimentaban que las cosas no
siempre funcionan bien y no por eso se hundía el mundo. En definitiva, estaban más
preparados para lidiar con los límites de la realidad sin renunciar a transformarla.
Por si no bastara la tendencia
actual al perfeccionismo, algunas personas religiosas invocan un texto del Evangelio
de Mateo en el que Jesús nos dice: “Sed perfectos como vuestro padre celestial
es perfecto” (Mt 5,48). Es claro que el concepto que Mateo maneja de “perfecto”
no coincide con la comprensión perfeccionista que tenemos hoy. Lucas se permite
retocar el dicho de Jesús haciéndolo más comprensible en línea con el conjunto
de su mensaje: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc
6,36): Creo que esta es la clave. La perfección cristiana no consiste en una imposible vida sin tacha alguna, sino en
ser misericordioso con los demás, del mismo modo que Dios está siendo siempre
misericordioso con nosotros. Esta actitud privilegia el conjunto del camino
sobre cada uno de sus momentos o etapas. Es verdad que las acciones humanas tienen su importancia y significado, pero todas se inscriben en un proceso de
crecimiento (por tanto, con avances y retrocesos). Juzgarlas de manera aislada significa malinterpretarlas. Las
consecuencias morales y psicológicas de esta actitud son de sobra conocidas.
Por si hubiera alguna duda, basta comprobar cómo actuaba Jesús. Él era extraordinariamente
claro y exigente en los ideales de “perfección/misericordia” que proponía y extraordinariamente comprensivo con las conductas imperfectas de los seres humanos
que, solo paso a paso, vamos acercándonos a ese ideal. Sin esta clave, sin esta
capacidad de convivir con la imperfección, el perfeccionismo se adueña de
nosotros y nos convierte en pequeños monstruos y en jueces implacables.
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