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jueves, 13 de septiembre de 2018

Del máster, líbranos, Señor

Hasta ahora, siempre había creído que las actividades de alto riesgo eran el puenting, el rafting, el skating, el motociclismo y, puestos a buscar cosas difíciles, las acrobacias circenses. Pero acabo de enterarme de que hacer un máster (o una maestría, como se dice en Latinoamérica), es decir un curso de posgrado, es también una actividad de alto –qué digo alto, altísimo– riesgo. Te puede costar la dimisión de un cargo público y un bochornoso linchamiento mediático. Por si me quedaba alguna duda al respecto, después de los últimos acontecimientos, he decidido que no voy a hace un máster en mi vida. Corro el riesgo de que alguien averigüe que no he ido a clase y que en el trabajo final he plagiado textos de Descartes, Platón, Karl Rahner, Corín Tellado, Dan Brown y Belén Esteban. Y, lo que es mucho peor, es probable que el director se dé cuenta de que cuatro o cinco páginas han sido copiadas directamente de Wikipedia, incluyendo los hipervínculos. ¡Lástima, porque hubiera quedado bien en mi currículo haber añadido dos o tres títulos como estos: Máster en reproducción asistida de la hormiga africana en condiciones de cautividad, Máster en acompañamiento psicoterapéutico de los políticos estúpidos o Máster en criteriología postliminal contra los efectos del marketing agresivo!

En fin, hemos llegado a tal grado de estupidez que, tarde o temprano, tenían que desinflarse estos globos que en los últimos años se han hinchado artificialmente. Todavía resuena en mis oídos la frase de una madre orgullosa de que su hijo, después de haber acabado la carrera, hubiera hecho dos máster (¿o másters?) que lo catapultaban... a la cola del desempleo. Con un poco de retintín, subrayaba: “No uno, sino dos”. Si yo fuera jefe de personal de una empresa o de un organismo público y alguien me viniera exhibiendo media docena de máster en su currículo, enseguida lo despacharía con cajas destempladas. La expedición de un máster low cost ha sido en los últimos años una forma de hacer caja para algunas universidades de poca monta y un modo de contraer el virus de la titulitis para estudiantes que no creen en su valía personal y necesitan aderezarla con cuantos diplomas puedan conseguir en la feria de vanidades. Otro ejemplo de la mercantilización en que ha caído la formación académica y profesional y del narcisismo de algunas generaciones.

Las grandes personalidades suelen tener pocos máster. O quizás ninguno. Quien domina su disciplina no necesita acumular papeles ni títulos. Basta que muestre sus habilidades y las ponga a trabajar. He conocido estudiantes que exhibían su certificado C-1 en inglés y apenas podían sostener una conversación elemental en la lengua de Shakespeare. No importa. Se sentían ufanos de poseer el título, aunque carecieran de las destrezas que el título acreditaba. Gracias a Dios, no me ha tocado vivir en esta época de titutilitis compulsiva. En general, las personas más inteligentes, capaces y creativas que he ido conociendo en la vida eran –extraña paradoja– las que menos títulos tenían. Su verdadera universidad había sido la vida misma, leída e interpretada con hondura y, sobre todo, abrazada con un compromiso a prueba de bomba. A la vista de los desaguisados, exageraciones y postureos que estamos viviendo, mi oración de hoy es clara: “Del máster, líbranos, Señor”.

1 comentario:

  1. Apreciado hermano. Hay personas que se apegan a un papel como criterio para proyectar su ego, mientras que en algunas instituciones nos piden ciertos requerimientos de papeles para ejercer una función. Por lo cual es conveniente hacer un buen ejercicio de discernimiento comunitario, para ver que nos piden las circunstancias. En mi caso particular, recuerdo que la mayoría de los estudiantes de maestría realizaron todos los estudios menos la tesis. Y muchos de ellos por estar metidos en otros servicios, para los cuales no se requería el papel de la maestría. Un abrazo especial desde Canarias. Tu amigo Roberto.

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