Resulta extraña la celebración de una fiesta llamada Exaltación de la Santa Cruz. No encaja con lo que hoy nos parece plausible. Hoy exaltamos los logros de los científicos, los triunfos de los deportistas, los éxitos de los artistas y, en general, todo aquello que nos parece digno de admiración. Pero, ¿quién admira la cruz? En la vida ordinaria, la cruz se esquiva, se esconde o se disfraza; a lo más, se sufre y se soporta. ¿A quién, en su sano juicio, se le ocurre exaltarla? Sí, la de hoy es una extraña fiesta. Pablo, en su carta a los gálatas, escribe: “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme, si no es de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6,14). Pablo invierte los términos. Él no presume de nada de lo que solemos considerar valioso en este mundo; sin embargo, se gloría de la cruz de Jesús. El instrumento romano de tortura se ha convertido en un símbolo que descoloca a quienes lo contemplan. Donde todos ven odio y muerte, los seguidores de Jesús ven amor y vida.
Los seres humanos arrastramos pesadas cruces. No podemos esconder la cara sufriente de la vida. Quien lo hace, está dejando fuera la existencia de millones de personas. ¿Cómo esconder la cruz de los ancianos que viven y mueren solos, sin que nadie se preocupe lo más mínimo de hacerse cargo de sus últimos años de vida? ¿Cómo ignorar la dura existencia de quienes batallan por el sustento diario, de los niños que viven en la calle porque sus padres los han abandonado, de los enfermos que no ven remedio a sus males, de las personas sin trabajo, de los jóvenes que no consiguen salir de la ciénaga de la droga y la delincuencia? ¿Cómo hacer oídos sordos a la realidad de las personas deprimidas que no ven ningún futuro, de los inmigrantes que nadie quiere, de los que se sienten heridos y no perdonan, de quienes han sido abusados, explotados o maltratados? Las cruces de los seres humanos están clavadas en el extenso valle de lágrimas de nuestro mundo. Quienes dicen que hay que ser optimistas, que la vida es hermosa, cerrando los ojos a esta realidad, me parecen no solo estúpidos sino crueles. No hay felicidad posible que ignore o pase por encima del sufrimiento de las personas. No hay lugar más universal que la cruz. En ella nos encontramos ateos y creyentes, instruidos y analfabetos, ricos y pobres, conservadores y progresistas... No hay ser humano que no se sienta hermano de otro ser humano bajo el peso de la misma cruz. El ecumenismo del sufrimiento es el más fraterno de todos.
Si algo diferencia al cristianismo de otras religiones y estilos de vida (antiguos y modernos) es que no esconde el sufrimiento como si fuera algo nefando. Lo muestra y hasta lo exhibe. Más aún, lo besa. Los cristianos nos movemos entre dos besos de adoración: el beso al Niño que nace en Belén (como reconocimiento de la Encarnación) y el beso a la Cruz (como reconocimiento de la Redención). El cristianismo no tiene miedo de reconocer que existe una cara B en la vida porque su Señor Jesús la ha visitado; más aún, ha sido su víctima. Jesús, que durante su vida mortal luchó contra el sufrimiento causado por la enfermedad y la injusticia, aceptó ser víctima de una condena que no merecía. Agarró la muerte de cara porque era la única forma de vencerla. Por eso, hoy contemplamos la cruz como el símbolo de todos los sufrimientos humanos (desde el campo de Auswitchz hasta la bomba atómica de Hiroshima o los campos de refugiados en Sudán del Sur), pero, sobre todo, como el trono en el que el Cristo muerto derrota a la muerte, perfora su señorío y nos introduce en la experiencia de una vida plena. Exhibir la cruz significa mostrar que la esperanza en Dios es más fuerte que cualquier experiencia de sufrimiento y muerte. La cruz que preside nuestras iglesias, pende de nuestros cuellos y está apostada en los cruces de los caminos es el gran símbolo humano de un amor redentor. Donde hay cruz, hay siempre vida. Solo los sufrientes unidos a Cristo saben qué significa esta tremenda paradoja. Los demás callamos, respetamos, aprendemos y esperamos.
Los seres humanos arrastramos pesadas cruces. No podemos esconder la cara sufriente de la vida. Quien lo hace, está dejando fuera la existencia de millones de personas. ¿Cómo esconder la cruz de los ancianos que viven y mueren solos, sin que nadie se preocupe lo más mínimo de hacerse cargo de sus últimos años de vida? ¿Cómo ignorar la dura existencia de quienes batallan por el sustento diario, de los niños que viven en la calle porque sus padres los han abandonado, de los enfermos que no ven remedio a sus males, de las personas sin trabajo, de los jóvenes que no consiguen salir de la ciénaga de la droga y la delincuencia? ¿Cómo hacer oídos sordos a la realidad de las personas deprimidas que no ven ningún futuro, de los inmigrantes que nadie quiere, de los que se sienten heridos y no perdonan, de quienes han sido abusados, explotados o maltratados? Las cruces de los seres humanos están clavadas en el extenso valle de lágrimas de nuestro mundo. Quienes dicen que hay que ser optimistas, que la vida es hermosa, cerrando los ojos a esta realidad, me parecen no solo estúpidos sino crueles. No hay felicidad posible que ignore o pase por encima del sufrimiento de las personas. No hay lugar más universal que la cruz. En ella nos encontramos ateos y creyentes, instruidos y analfabetos, ricos y pobres, conservadores y progresistas... No hay ser humano que no se sienta hermano de otro ser humano bajo el peso de la misma cruz. El ecumenismo del sufrimiento es el más fraterno de todos.
Si algo diferencia al cristianismo de otras religiones y estilos de vida (antiguos y modernos) es que no esconde el sufrimiento como si fuera algo nefando. Lo muestra y hasta lo exhibe. Más aún, lo besa. Los cristianos nos movemos entre dos besos de adoración: el beso al Niño que nace en Belén (como reconocimiento de la Encarnación) y el beso a la Cruz (como reconocimiento de la Redención). El cristianismo no tiene miedo de reconocer que existe una cara B en la vida porque su Señor Jesús la ha visitado; más aún, ha sido su víctima. Jesús, que durante su vida mortal luchó contra el sufrimiento causado por la enfermedad y la injusticia, aceptó ser víctima de una condena que no merecía. Agarró la muerte de cara porque era la única forma de vencerla. Por eso, hoy contemplamos la cruz como el símbolo de todos los sufrimientos humanos (desde el campo de Auswitchz hasta la bomba atómica de Hiroshima o los campos de refugiados en Sudán del Sur), pero, sobre todo, como el trono en el que el Cristo muerto derrota a la muerte, perfora su señorío y nos introduce en la experiencia de una vida plena. Exhibir la cruz significa mostrar que la esperanza en Dios es más fuerte que cualquier experiencia de sufrimiento y muerte. La cruz que preside nuestras iglesias, pende de nuestros cuellos y está apostada en los cruces de los caminos es el gran símbolo humano de un amor redentor. Donde hay cruz, hay siempre vida. Solo los sufrientes unidos a Cristo saben qué significa esta tremenda paradoja. Los demás callamos, respetamos, aprendemos y esperamos.
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