En esta semana ando muy escaso de tiempo. El taller que dirijo me absorbe demasiado. Podría escribir algo sobre la marcha independentista que ayer llenó la Diagonal de Barcelona, aunque hace casi un año que no toco este controvertido tema. O sobre la contundente victoria (6-0) de la selección española de fútbol contra Croacia; e incluso sobre la dimisión de la ministra española de Sanidad por las irregularidades de su máster, pero se trata de asuntos que requieren un mínimo de reflexión. Esto no es posible sin un tiempo sosegado, así que he decidido compartir con los amigos del Rincón un artículo que escribí hace algunos años, pero que cobra actualidad ante la ola de escándalos relacionados con el incumplimiento del voto de castidad por parte de algunas personas consagradas. Se trata de pecados graves y en algunos casos de verdaderos crímenes, pero esto no tiene que hacernos olvidar que existen también...
LOS “OTROS” PECADOS CONTRA LA CASTIDAD
A muchas personas les resulta difícil admitir que haya unos cuantos miles de hombres y de mujeres que, en virtud de una experiencia religiosa particular, renuncien a ejercer su sexualidad como se supone que deben ejercerla todas las personas “normales”. Sospechan que hay un abismo entre la vida pública, ajustada a la imagen de personas continentes, y la vida privada, que puede discurrir por otros cauces más anchos. Incluso están dispuestas a tolerar esta incoherencia con tal de que se mantenga dentro de ciertos límites y no salpique en forma de abuso o escándalo. Una incoherencia aceptada socialmente neutraliza eficazmente cualquier “veleidad profética”.
Cuesta entender el significado del carisma de la castidad. No hay que poner las cosas más difíciles de lo que son, pero tampoco hay que obsesionarse por explicarlo todo y por disfrutar de plausibilidad social. Recuerdo a este respecto una simpática anécdota vivida cuando era estudiante de teología. Durante un verano participé con otros compañeros en los trabajos de reparación del tejado de nuestra casa. A quince metros del suelo, en traje de faena, uno de los albañiles jóvenes nos preguntó con picardía: “Pero vosotros, ¿nada de nada?”. Un compañero respondió sin dudar: “Nada”. Difícilmente se puede insinuar más con menos palabras. El campo de la sexualidad se presta como pocos a las piruetas lingüísticas. El primer “nada” aludía a la intensidad (mucho, algo, nada). El segundo se refería a la especie (esto, aquello, nada). A nuestro compañero albañil le resultaba imposible entender dos “nadas” en los sumandos y una “nada” superlativa en el resultado. El diálogo acabó en un intercambio de risas porque un tejado no daba para más argumentos. Pero la cuestión estaba servida.
¿Qué significa pecar contra la castidad? ¿En qué estamos pensando cuando hablamos de los pecados contra este voto? Antiguos libros sobre vida religiosa ofrecían respuestas en las que se precisaba claramente entre pecados mortales y veniales, pecados contra el voto y pecados contra la virtud, etc. En esas respuestas se abordaban los pecados en los que espontáneamente pensamos cuando nos referimos a este voto y que coinciden, naturalmente, con los aireados por la literatura, el cine y los medios de comunicación social. La lista es grande, pero relativamente cerrada. Va desde la masturbación hasta las relaciones sexuales de diverso género pasando por la pornografía, los malos pensamientos y deseos y otra porción de actitudes y conductas. ¿No tenemos bastante con esta lista como para imaginar que, además de estos pecados, pueden existir “otros”? ¿No hemos sufrido suficientes torturas de conciencia en este campo como para andar ahora multiplicando las especies?
No me resulta cómodo expresarme en los términos propuestos en el título de este artículo, pero, aceptado el desafío, podemos vencer la tiranía de las palabras y, aunque sea desde la vertiente negativa (el título utiliza el término “pecado”), asomarnos a las inmensas posibilidades que se nos regalan con el carisma de la castidad y que tal vez frustramos por no prestar la debida atención a esos “otros” pecados que parecen de segunda fila en comparación con los “grandes” y que, sin embargo, revelan un gran reduccionismo en la vivencia de la castidad consagrada. Basta exponer un manojo de siete para espolear la reflexión.
El pecado de restringir el propio mundo
Jesús fue célibe. Pero no fue una persona cerrada. Al contrario, su radical pertenencia al Padre le permitió una continua ampliación del horizonte vital. Fue capaz de establecer relaciones con todos los sectores de la sociedad, desde los más marginados (leprosos, publicanos, prostitutas) hasta los más influyentes (sacerdotes, escribas, oficiales romanos, ricos). Tuvo amigos y amigas. Estuvo cerca de los niños y de los ancianos. Habló con judíos y con gentiles. Pisó la tierra de Israel y traspasó, siquiera tímidamente, sus fronteras. Su experiencia del Dios “siempre mayor” lo condujo a vivir en un mundo “siempre mayor”. La cristología actual no tiene reparos en hablar de la evolución de la conciencia de Jesús, de su continuo proceso de aprendizaje.
Un célibe que quiere vivir como Jesús no puede anclarse en la restricción neurótica de su campo vital. Si así fuera, estaría manifestando que su centro es demasiado débil como para sostener su vida. En otras palabras: estaría manifestando que su centro no es Dios sino unos cuantos anclajes idolátricos. ¿Cómo se puede convertir la castidad en “icono del Tú divino” cuando no genera conductas expansivas sino defensivas, cuando no moviliza nuestros recursos personales sino que nos somete a un proceso de “encogimiento”?
En la vida de las personas consagradas se dan a veces síntomas de restricción del propio mundo. La renuencia a cultivar la formación permanente, la repetición de esquemas comunitarios, la dificultad para revisar posiciones apostólicas y estructuras organizativas, el apego al propio destino, los obstáculos a una misión compartida con los laicos, son actitudes que, aunque no lo parezca a primera vista, tienen que ver con la castidad. Y, sin embargo, es más común confesarse de conductas sexuales que de las que manifiestan cerrazón y repliegue. Pero, ¿no es la castidad un carisma del Espíritu para vivir en la onda de Jesús? ¿No implica, por lo tanto, una actitud expansiva que busca salir de los intereses del propio yo para estar disponibles a las necesidades de los demás?
Esta disponibilidad reviste hoy formas muy variadas. Tiene mucho que ver con la actitud de búsqueda intelectual, con la pasión por encontrar nuevas respuestas a los muchos problemas que hoy tiene planteados la humanidad y que producen sufrimiento a las personas. Tiene que ver también con la sensibilidad ante las formas de convivencia social que se derivan de la creciente multiculturalidad. No teme reflexionar con más hondura sobre la identidad masculina y femenina, sobre los nuevos roles del hombre y de la mujer, sobre las diversas configuraciones familiares.
La razón es siempre la misma: quien vive intensamente la experiencia de Dios como centro de su vida está preparado para adentrarse en territorios de alto riesgo en los que fácilmente olvidamos a quién pertenecemos. El carisma de la castidad es, en este sentido, un carisma de vanguardia. El pecado consiste, pues, en vivirlo en protegida retaguardia.
El pecado de los “aliviaderos”
La pulsión sexual se puede satisfacer, sublimar o reprimir, pero no se puede eliminar. Un célibe acepta libremente no satisfacer esta pulsión mediante las relaciones sexuales. Ahora bien, si no se ha adiestrado en la sublimación, no le queda más alternativa que la represión. Esta última salida desequilibra a la persona porque no canaliza la energía sino que simplemente la retiene. Naturalmente, la energía reprimida busca sus aliviaderos. Dos de los más frecuentes entre los célibes son el autoritarismo (que consiste en sustituir la autoridad por el mando y el amor por el poder) y el mal humor (que consiste en sustituir la esperanza por la agresividad). Dejemos que algunos ejemplos lo ilustren más claramente.
Cuando subo a la segunda planta de un hospital regentado por religiosas y una, desde el fondo del pasillo, me grita que qué pinto allí sin autorización, que si no he leído el cartel que dice que se han terminado las visitas, lo primero que pienso es que a esta monja-sargento el celibato no le sienta nada bien. Puedo entender sus objeciones, pero no sus modales. Perfectamente podría haber comenzado preguntándome con amabilidad qué deseo y en qué puede ayudarme. Y también amablemente podría haberme advertido sobre el horario de visitas. Si reacciona con violencia y mal humor, si exhibe su autoridad con aires cuarteleros, me está diciendo sin decirlo que no sabe cómo demonios canalizar su energía. Aunque no lo pretenda, me pone las cosas difíciles para que yo pueda entender la fuerza liberadora de su celibato y su cacareada opción de servicio a las personas.
Cambiemos de escenario. Si un religioso párroco, por ejemplo, preside el consejo pastoral de la parroquia encomendada a su comunidad y se pasa toda la reunión recordando que él es el último responsable, uno sospecha que tal despliegue de autoridad no nace precisamente de la caridad pastoral sino quizá de una insana represión y de la necesidad neurótica de autoafirmarse. Naturalmente, a los miembros del consejo se les hace cuesta arriba entender eso de que “el celibato libera y no te altera” y zarandajas por el estilo.
En ninguna de estas conductas se advierten claros ingredientes sexuales. Y, sin embargo, es posible calificarlas como pecados contra la castidad, en el sentido de que en ellas el amor oblativo, que es la esencia de la castidad, ha sido sustituido por el poder. Podemos alegar todas las eximentes que consideremos oportunas, pero la dinámica interna está bastante clara.
Existe un sexto sentido para desenmascarar los revestimientos del poder. A veces, el poder, particularmente en los célibes varones, adopta la forma de criticismo. ¿Cuántas veces hemos oído lanzar diatribas sobre el editorial de un periódico, sobre una película de estreno o sobre un líder político que no es de la cuerda de quien habla? La diferencia entre la capacidad crítica y el criticismo reside, a mi modo de ver, en que la primera toma en cuenta el conjunto de una realidad y trata de desentrañar sus elementos positivos y negativos. La segunda, por el contrario, se coloca siempre por encima, emite juicios absolutos y, por lo general, salta del plano de los datos objetivos al juicio sobre las personas.
La tentación del poder se disfraza también de orgullo individualista o corporativista, según los casos. Consiste en una exaltación de “lo mío” o de “lo nuestro” en detrimento de “lo otro” o de “lo de todos”. La tendencia a anteponer nuestros intereses personales al proyecto comunitario, las obstrucciones a la colaboración intercongregacional, los excesivos recelos en la misión compartida son algunas manifestaciones visibles.
En todos estos casos la persona célibe queda frustrada porque los sustitutivos del amor no logran integrar la personalidad. En vez de abrir a la persona a la alteridad la cierran en las muchas formas del narcisismo.
El pecado de la “exquisita distancia”
Un célibe consagrado es una persona carismáticamente habilitada para una vida relacional rica. En principio, tendría que manejarse bien en las “distancias cortas”, especialmente en las que se establecen con los “excluidos afectivos” de nuestras sociedades: ancianos solos, niños con problemas familiares, jóvenes desarraigados, personas sin techo, enfermos crónicos desprotegidos, solitarios de diverso género, etc. Y, de hecho, hay muchos religiosos y religiosas que son expertos en cercanía y cuyas historias habría que contar porque son verdaderas parábolas del Reino.
El pecado consiste en huir de esta cercanía sanadora y practicar un tipo de distancia que no nace del respeto al otro sino del deseo de no complicarnos la vida con personas y situaciones que rompen nuestros hábitos y “hieren” nuestras sensibilidades. Si la adjetivamos de “exquisita” no es por sus formas delicadas sino por las razones “espléndidas” que solemos aducir para justificarla y que son, en realidad, racionalizaciones: “Mire, hoy no dispongo de tiempo porque tengo que dar clase, pero no se preocupe porque mañana...”. “Yo no valgo para estar con esta gente, hay otros que lo pueden hacer mejor”, “Demasiados problemas tenemos ya aquí como para que encima me preocupe de lo de allí”, etc.
A muchos laicos les cuesta comprender que quienes hemos profesado vivir como Jesús tomemos tantas precauciones a la hora de relacionarnos con los demás, especialmente con aquellos de los que no cabe esperar de entrada una respuesta agradecida. A los religiosos y religiosas se nos suele considerar personas activas, pero no siempre cercanas. Es más: el exceso de trabajo se convierte a menudo en excusa frecuente para no dedicar tiempo a las distancias cortas, que son las que propician los verdaderos encuentros interpersonales y las que mejor ponen a prueba la consistencia personal.
La experiencia nos dice que las distancias cortas entrañan riesgos de todo tipo: transferencias, dependencias, enamoramientos, manipulación, etc. No podemos cerrar los ojos. La virtud de la prudencia nos ayuda a sopesar en cada caso en qué medida los riesgos superan a las posibilidades. Pero nunca un mal ejercicio de la prudencia debería convertirse en una estrategia para la retirada, porque eso significaría renunciar a los mejores frutos de la castidad consagrada: la ternura, el consuelo, la confidencia, la intimidad, la lucha compartida... y la transmisión de la fe.
En efecto, existe una evangelización de las “distancias cortas” que es tal vez la más adecuada para nuestro tiempo. Muchos de los medios tradicionales de evangelización están pensados para grupos grandes. La mayoría conservan su sentido, pero dejan fuera a las personas que no se sienten muy identificadas con las mediaciones eclesiales y que, sin embargo, se hallan en una situación de búsqueda religiosa. En estos casos, cada vez más frecuentes, el manejo de las distancias cortas es esencial. Supone la capacidad de escuchar con paciencia, de entrar en un diálogo sincero, de dejarse cuestionar por los otros, de acoger perplejidades, de comunicar oportunamente la propia experiencia, de rastrear la huella de Dios en los pliegues de nuestras complejas experiencias humanas; en suma, de acompañar itinerarios de fe. ¿Por qué refugiarnos en la distancia del profesional de la religión cuando estamos habilitados para la cercanía del testigo?
El pecado de la “excesiva cercanía”
Aquí el peso de la exageración cae sobre el otro platillo de la balanza. La cercanía es propia del amor. Si le pegamos el adjetivo “excesiva” es porque existe un tipo de cercanía que no sabe respetar el espacio autónomo de los otros, que rompe la barrera de la alteridad, y que es parasitaria. Hay célibes que “se atan” a una relación para disfrazar la soledad inherente a la vida consagrada. Pasan sus vacaciones con una familia amiga “que todos los años me invitan porque no saben moverse sin mí”. Buscan el consuelo en sobrinos que aprecian al tío o a la tía religiosos, sin caer en la cuenta de que estos adorables sobrinos suspiran secretamente por liberarse un poco de su atosigante presencia. Consideran que son imprescindibles para todo bautizo, matrimonio o funeral que suceda en su ancho radio de acción, “porque a mis conocidos les gusta mucho que yo presida los acontecimientos familiares”. Cuando se acerca la Navidad, dedican horas y horas a escribir tarjetas de felicitación “porque tengo un montón de compromisos que no puedo descuidar”. El día de su cumpleaños anotan cuidadosamente todas las llamadas telefónicas que reciben... y también los correos electrónicos y mensajes en las redes sociales. En fin, que miden su amor por la suma de dependencias afectivas que han ido acumulando con el paso de los años.
Es evidente que la castidad no es aislamiento sino relación. Pero la castidad implica soledad. Hay un tipo de soledad que es inherente a toda experiencia de encuentro. Seguimos al Jesús entregado y también al Jesús solo, al Jesús que toca a la multitud y al Jesús que sabe retirarse.
Todos los seres humanos estamos confrontados con el misterio de la soledad. En el caso de los consagrados, hay una dotación carismática para vivir esta soledad no como vacío absoluto sino como espacio habitado, como experiencia en la que Dios planta su tienda en el corazón humano. El célibe que no ha aprendido a entrar en comunión desde la soledad fecunda fácilmente instrumentaliza las relaciones familiares, pastorales, o de amistad. No nos acercamos a los otros para rellenar los vacíos producidos por un voto sino para compartir con ellos una búsqueda común, para abrirnos juntos al misterio del Dios Amor, la referencia esencial de toda construcción humana.
El pecado de la doblez
Siempre seremos incoherentes; es decir, siempre habrá una distancia entre nuestros valores profesados y nuestras conductas. Esto no es demasiado grave cuando se da en un contexto de autenticidad; o sea, de lucidez para vivir en verdad, reconociendo lo que somos y lo que estamos llamados a ser, poniendo nombre a nuestras luces y a nuestras sombras, asumiendo el riesgo de ser nosotros mismos, y pidiendo perdón por nuestra infidelidad. Incluso un cierto nivel de incoherencia puede resultar espiritualmente saludable en la medida en que nos mantiene siempre abiertos a la gracia de Dios desde el reconocimiento humilde de nuestra condición frágil.
El pecado de doblez es otra cosa: es el pecado de la inautenticidad, de vivir desde el rol social que desempeñamos y no desde lo que realmente somos. Quizá en pocos campos como en el de la castidad estamos más tentados de vivir con doblez, en buena medida porque es un campo minado, en el que no resulta fácil llamar a las cosas por su nombre sin sentir el peso súbito de un juicio reprobatorio. Hemos cargado tanto las tintas sobre el campo de la afectividad y de la sexualidad que nos hemos condenado a nosotros mismos a no integrar bien estas dimensiones. La falta de un lenguaje abierto, incluso en las jóvenes generaciones, ha favorecido la proliferación de las medias palabras. La excesiva moralización ha bloqueado los procesos de crecimiento personal. Los juicios rígidos han impedido la comunicación libre. En buena medida, somos responsables de haber cavado nuestra propia tumba. La literatura y el cine han recreado personajes religiosos de doble moral que han contribuido a fijar todavía más los estereotipos comunes.
Este clima no favorece nada la credibilidad de un carisma que puede ser vivido con autenticidad porque no supone ninguna negación de la sexualidad humana sino una manera de enfocarla y de gestionarla.
No se hunde el mundo por las incoherencias, pero sí puede hundirse por un proyecto de vida cimentado sobre la inautenticidad.
El pecado de la profanación
Hay un tipo de pudor que nos resulta sospechoso: el de las personas que se niegan a llamar a las cosas por su nombre y que tienden a recubrir con un lenguaje espiritualista las experiencias de la vida, especialmente las que tienen que ver con el mundo afectivo y sexual. Contra este falso pudor han reaccionado la psicología, la espiritualidad y también la formación que hoy se procura ofrecer a los jóvenes religiosos. Sin embargo, no todo son conquistas. A veces, en el esfuerzo por iluminar oscuridades corremos el riesgo de profanar el santuario de la dignidad personal. En el terreno psicológico, por ejemplo, existen verdaderos “maestros de la sospecha”, tan habituados a juzgar a las personas desde su fondo inconsciente, que prácticamente invalidan cualquier afirmación de realidad que no esté filtrada por sus métodos de análisis. Tardaremos tiempo en liberarnos de esta moda que tanto ha desquiciado a algunas personas célibes.
La formación, como es natural, se convierte en campo de pruebas de las tendencias anteriores. A veces se llega a extremos que sólo con el paso del tiempo se ven como ridículos, pero que en el momento de producirse suscitan una enorme atracción. Uno de los más frecuentes es el de recurrir a la sinceridad como valor supremo y como arma arrojadiza: “Aquí lo hablamos todo”, “Yo al psicólogo le he contado mi vida de pe a pa”, “Hablemos claramente de nuestras necesidades y dejémonos de marear la perdiz”, “Ya es hora de poner las cartas boca arriba”. ¿No constituyen estas frases una demostración de la autenticidad con la que hoy pretendemos abordar nuestra vida? ¿No representan un avance frente a un tipo de formación mojigata y, en el fondo, encubridora? ¿No indican la dirección correcta por la que deberíamos transitar si aspiramos a una vida celibataria libre e integrada?
¿Dónde está el pecado? El pecado está –si podemos hablar en estos términos- en pretender traspasar la frontera del santuario personal, en querer controlar nuestro misterio o el de los otros, en ufanarnos de saber más, de haber ido más lejos, de dejar en cueros el débil psiquismo humano para luego permitirnos el lujo de una nueva vestición.
Me parece que el voto de castidad, junto a una enorme clarividencia para vivir en verdad, acentúa un nuevo sentido del pudor que se ha perdido socialmente (basta asomarse a las exhibiciones narcisistas que aparecen en la televisión en los llamados “reality shows”) y que no se aprecia bastante en algunos círculos religiosos. Este sentido del pudor no tiene nada que ver con maniobras obstruccionistas para no abordar la propia realidad. Se parece más al estremecimiento y al respeto que experimentamos ante lo sagrado. Los buenos psicólogos, los buenos confesores, los buenos amigos, los buenos amantes, lo conocen bien. En ocasiones, podrían decir muchas cosas, podrían presumir de sus intuiciones, podrían apabullar a los otros con su sagacidad, pero renuncian a hacerlo por una sola razón: porque no quieren convertirlos en objetos de dominación, porque son conscientes de la esencial inviolabilidad de todo ser humano. Y por eso son respetuosos, pacientes, delicados. Una verdad escupida no es una verdad liberadora.
En una sociedad que, con ínfulas de “hablar de todo con pelos y señales”, ha trivializado tanto el mundo de la sexualidad, los célibes consagrados estamos llamados a vivir en la onda del respeto, que es una forma de confesar la huella divina de todo ser humano. La desapropiación que supone no convertir al otro en un objeto explorable y explotable es, hoy por hoy, una reacción contracultural. Cada vez nos sentimos más manipulados y, por lo tanto, más recelosos de emprender la aventura de las relaciones personales. ¿No significa la castidad consagrada una oferta de confianza, de insobornable respeto al misterio de cada persona, de reconocimiento de su condición de imagen de Dios?
El pecado de la desconfianza y la tristeza
¿Por qué y cuándo solemos sonreír los seres humanos? No sonreímos simplemente cuando las cosas nos van bien. Sonreímos cuando hemos aprendido a mirar compasivamente la realidad, cuando somos perfectamente conscientes del ideal al que aspiramos y del punto en que nos hallamos, y aceptamos el desnivel sin perder la esperanza.
El carisma de la castidad, como todo don, es un tesoro que se lleva en vasijas de barro. El idealista se limita a soñar con el tesoro. El derrotista da vueltas a la vasija de barro. Ni uno ni otro encuentran motivos suficientes para sonreír en la batalla del día a día.
Hay célibes que no creen en la castidad como un carisma. Y, por lo tanto, no creen que posea fuerza para impulsar una vida feliz. La toleran como se tolera una suegra de la que no se puede prescindir. Es evidente que la continencia sexual a la que queda reducida en ellos la castidad no alimenta tampoco muchas sonrisas.
Para más inri, la situación cultural que nos ha tocado no favorece mucho vivir este carisma con entusiasmo. Proliferan tanto las llamadas a un ejercicio meramente gratificante de la sexualidad que, de no ser porque la vida real desenmascara continuamente esta falacia, el célibe podría caer en la tentación de creer que sólo quien practica asiduamente la relación sexual puede ser feliz. A veces me he preguntado si quienes publicitan estos mensajes mediáticos han tenido muchas ocasiones para hablar de tú a tú con las personas de carne y hueso: adolescentes, jóvenes y adultos. Quien tenga una mínima experiencia en este campo habrá comprobado que el ejercicio de una genitalidad espontánea no produce automáticamente un efecto positivo y que siempre deja su huella; no es algo tan inocuo como beber un vaso de agua o hacer un poco de gimnasia. Y no puede ser de otra manera, porque no estamos hablando de una simple función orgánica, sino de una gramática humana que implica a la persona entera y que tiene sus propios contextos y códigos, fuera de los cuales pierde su significado y puede convertirse en una fuerza destructiva y despersonalizadora. Produce tristeza comprobar que algunos de los que fueron mentores de una sexualidad salvaje en la juventud, llegados a la edad adulta, recogen velas y se transforman en rígidos puritanos. ¿No hubiera sido preferible un acercamiento más equilibrado desde el principio? ¿Tendremos que estar siempre sometidos a las ocurrencias de los más extravagantes?
La castidad en el celibato, que siempre ha sido un estilo de vida contracultural, tiene que hacer frente hoy a un descrédito añadido a causa de los escándalos que se han producido en algunos célibes (sacerdotes y religiosos principalmente). Para la mayoría de la gente no resulta fácil separar los casos particulares del principio general. Si se dan algunos casos llamativos, eso indica que el estilo de vida celibatario es la causa de esos escándalos y, por tanto, que haríamos bien en prescindir de él cuanto antes.
Tanto las impugnaciones provenientes de quienes teorizan sobre una sexualidad amoral como las conclusiones generales que algunos extraen a partir de escándalos particulares producen en muchos célibes una profunda tristeza, la sensación de que les ha tocado en suerte, no un “lote hermoso”, sino una carga pesada y, lo que es peor, denostada e incomprensible. La tristeza no surge tanto de la dificultad para vivir la castidad con vigor cuanto de la sospecha generalizada que se cierne sobre quienes quieren vivirla. Abandonarse a esta tentación es hoy uno de esos pecados a los que cuesta poner un nombre preciso y que, sin embargo, están enturbiando la serenidad y la alegría de muchos consagrados.
Cuando un célibe pierde la confianza en el don recibido y, por lo tanto, la alegría que mana de esa confianza, está expuesto a todas las manipulaciones imaginables. Puede llegar a creer que la castidad lo convierte en una especie de disminuido humano, en un residuo de tiempos felizmente superados. La reacción no consiste en adoptar una postura defensiva a ultranza sino en procurar una actitud lúcida para no dejarse llevar por posturas que, con apariencia de objetividad y modernidad, carecen de un sólido fundamento antropológico.
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Este pequeño catálogo sobre los “otros” pecados puede resultar tan odioso como las viejas listas de penitencias tarifadas. Y acabará siéndolo, a menos que, por contraste, su lectura constituya una ocasión propicia para seguir ensanchando el campo de la castidad consagrada. Esta castidad es, en su misma esencia, un carisma de expansión, que nos lleva más allá de nosotros mismos sin pasar por encima de nuestra condición sexuada; antes bien, haciendo de nuestra sexualidad una manifestación de lo que significa la vida humana vivida al estilo de Jesús.
Gracias Gonzalo, por hablar tan abierta y profundamente sobre este asunto incomprensible e incomprendido por todos, no ya los ajenos a la religión, sino por seglares, muchos consagrados e, incluso, y desgraciadamente malinterpretado por obispos y superiores...
ResponderEliminarAunque todos tienen enjundia, me llama la atención el pecado de la "exquisita distancia", que tanto daño hace, principalmente a los propios consagrados. Muy atinadamente descrita.
Al fin, todo radica en no comprender que es un CARISMA, algo que Alguien REGALA, no REGULA.
Un abrazo, que os vaya bien con el taller.