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lunes, 27 de agosto de 2018

Las lágrimas de una madre

Siempre me ha resultado muy atractiva la figura de santa Mónica, la mujer norteafricana cuya memoria celebramos hoy. Fue la madre de san Agustín de Hipona, cuya memoria celebraremos mañana. La liturgia ha unido a madre e hijo para expresar la profunda e íntima relación que los unió en vida. Se dice que la conversión de Agustín al cristianismo fue fruto de las lágrimas de su madre Mónica. Fue fruto obviamente de la gracia de Dios. Las lágrimas son la expresión suprema de su oración incesante a Dios para que atrajera el corazón del joven Agustín a la verdad. Años después, el obispo y teólogo Agustín desarrollará el concepto de delectatio (atracción) en relación con la experiencia de la fe. Jesús mismo había dicho: “Nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae” (Jn 6,44). Me gusta entender la fe como una atracción, casi como una seducción. El profeta Jeremías escribió: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” (Jer 20,7). Las lágrimas de la madre Mónica prepararon el camino para que el hijo Agustín se sintiera más atraído por Dios que por las otras realidades que habían robado su corazón de joven inquieto. 

Las lágrimas de santa Mónica me hacen pensar en las lágrimas de las madres del mundo. Hay madres jovencísimas que lloran porque han quedado embarazadas y sus compañeros les piden que aborten porque consideran que ese hijo que late en sus entrañas ha sido un error o un accidente. Hay madres que lloran de dolor y alegría, en una mezcla inescindible, cuando viven la experiencia única del parto. Jesús mismo aludió a este momento cumbre en la vida de una mujer (cf. Jn 16,21). Hay madres que lloran cuando sus esposos las maltratan con toda clase de vejaciones verbales, psíquicas y físicas. Las lágrimas de una mujer maltratada claman al cielo. Hay madres que lloran de alegría cuando escuchan a sus bebés pronunciar la primera palabra o dar los primeros pasos. Hay madres que lloran cuando sus hijos adolescentes, en un ejercicio de autonomía desbordada, las insultan y ningunean. Hay madres que lloran cuando comprueban que la educación cristiana que han dado a sus hijos pequeños parece no producir ningún fruto cuando éstos alcanzan la adolescencia o la juventud. Sus lágrimas son la expresión de un aparente fracaso. 

Hay madres que lloran cuando sus hijos son víctimas de la droga, el alcohol, o cualquier otro vicio, y ellas no pueden hace nada para evitarlo. Hay madres que lloran cuando sus hijos mueren jóvenes en un accidente de tráfico o víctimas de un cáncer. Hay madres que lloran cuando ven que sus hijos, tras una larga espera, no encuentran trabajo y se sumen en la desesperación. Hay madres que lloran cada vez que tienen que despedir a sus hijos que viajan, como si todo viaje fuera, en el fondo, una anticipación del viaje definitivo. Hay madres que lloran cuando sus hijos rompen su matrimonio por no haberlo cuidado con esmero o por un capricho impropio de personas adultas. Hay madres que lloran cuando sus hijos no se ponen de acuerdo para atenderlas llegado el momento de la ancianidad o la enfermedad. Hay madres que lloran cuando tienen que encajar expresiones vejatorias como “No te hagas la mártir” o “Déjate ya de pamplinas”. Hay madres que lloran cuando sus hijos litigan por la herencia que no llega y son capaces de romper sus relaciones por unos míseros bienes materiales. Hay madres que lloran cuando se sienten abandonadas por sus hijos después de haber dedicado su vida entera a cuidarlos, protegerlos y animarlos. Hay madres que lloran cuando sienten que Dios las ha dejado solas en la dura batalla de la vida. Hay madres que lloran, en fin, cuando tienen que afrontar la muerte en total desamparo, sin el amor que ellas han donado a lo largo de la vida.

He visto llorar a muchas madres por diversos motivos. También a la mía. Quien menosprecia las lágrimas de una madre cierra el camino de encuentro con Dios.

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