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domingo, 26 de agosto de 2018

La última decisión

El lenguaje de Jesús les resultó “duro” a muchos de sus contemporáneos. Nos lo recuerda el Evangelio de este XXI Domingo del Tiempo Ordinario. No sé si hoy lo calificaríamos también de “duro” o, más bien de ingenuo. Muchas de las palabras de Jesús –comenzando por las Bienaventuranzas– resultan de una ingenuidad inaceptable a los oídos de las personas críticas. Pueden sonar bellas, pero parecen ineficaces para transformar el mundo, demasiado bonitas para ser verdad. Después del largo “discurso del pan” que nos ha acompañado en los últimos domingos, muchos seguidores de Jesús comenzaron a abandonarlo. Ellos buscaban otras cosas más tangibles, más en conexión con sus expectativas y necesidades materiales. No parecían muy interesados en “palabras de vida eterna”. Jesús debió de beber el cáliz de la incomprensión. La pregunta que dirige al círculo restringido de los Doce es intemporal: “¿También vosotros queréis marcharos?”. No sé cuántas veces me he detenido en esta pregunta en momentos cruciales de mi vida. Me impresiona que Jesús no se refugie en sus incondicionales frente a la deserción de la mayoría, sino que apele a su libertad. No quiere que nadie lo siga a la fuerza, por puro compromiso o rutina, sino como resultado de una opción libre. 

En nuestra sociedad hay algunos apóstatas que hacen exhibición de su postura. Incluso exigen a las parroquias en las que fueron bautizados un certificado que atestigüe su abandono de la fe. Estadísticamente es un fenómeno minoritario, pero, junto a él, se da también una enorme “apostasía silenciosa”. Muchos bautizados, sin romper formalmente con Jesús y con la Iglesia, se van alejando poco a poco. Comienzan espaciando la participación en la Eucaristía, abandonan el sacramento de la Reconciliación, relativizan las orientaciones morales y pastorales de la Iglesia, se construyen una fe a la medida de sus necesidades… Llega un momento en el que, aunque se sigan considerando cristianos, esta opción está casi vacía de contenido. Ha sido una marcha pacífica que no ha provocado ninguna alteración traumática en sus vidas. Por dejar de participar en la Eucaristía o separarse de la comunidad, no han padecido cáncer o han perdido su puesto de trabajo. La vida parece continuar con normalidad. La fe queda reducida a un rescoldo cubierto de cenizas que, en un momento dado, puede morir o avivarse. 

A la pregunta de Jesús, Pedro responde con otra pregunta que podemos hacer nuestra como si los siglos no la hubieran desgastado: “Señor, ¿a quién acudiremos? Solo tú tienes palabras de vida eterna”. Pedro no dice “adónde iremos” sino “a quién acudiremos”. No se trata de encontrar un lugar de refugio alternativo sino una persona de referencia. El sarcástico Chesterton decía que cuando desaparece la fe religiosa lo que viene no suele ser la increencia sino la idolatría o la superstición. Basta abrir los ojos para comprobarlo. Cada época histórica tiene sus ídolos. Los nuestros son la patria (para los nacionalistas extremos en varios lugares del mundo), el fútbol (para los fanáticos del deporte rey), el dinero (para quienes creen que el euro o el dólar los puede hacer felices), el sexo (para los ávidos de placer), las relaciones (para quienes consideran que otra persona puede rellenar el vacío infinito del ser humano)… Pero no creo que lo más importante sea denunciar la idolatría moderna y los dioses que pueblan el panteón neopagano. Muchos de estos diosecillos van y vienen.

Lo importante es experimentar que Jesús tiene palabras de vida eterna y que, por eso, no necesitamos ir en busca de ningún otro. Lo que cambia la vida es sentir que el salmo 15/16 expresa nuestra experiencia personal: “Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen. Tú eres mi heredad”. Hay que elegir a quién queremos servir. Josué puso al pueblo de Israel ante esta disyuntiva: o servir a los dioses de los pueblos circunvecinos o servir al Dios de Israel. Josué compartió su decisión con todo el pueblo: “Yo y mi casa serviremos al Señor”. También hoy debemos tomar una decisión definitiva: o seguimos a Jesús (porque encontramos en él palabras de vida eterna) o seguimos a los dioses que nos prometen placeres efímeros, pero que no pueden darnos el “pan de la vida”. No hay medias tintas.



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