Escribo desde un rincón del País Vasco llamado Atalaia Claret. Hasta el domingo acompañaré a un grupo de claretianos españoles en su retiro anual. El lugar es tranquilo, las instalaciones son modernas y funcionales, la temperatura es agradable. Todo invita al sosiego. Es verdad que el entorno nos condiciona, pero, al final, la batalla de la vida se juega siempre en nuestro interior. Quizás esta terminología bélica no sea muy del agrado de las nuevas generaciones pacifistas, pero conecta con el espíritu combativo de san Ignacio de Loyola, cuya fiesta celebramos precisamente hoy. Su lugar natal –Loyola– dista apenas 57 kilómetros del lugar en el que me encuentro, así que me es más fácil imaginar su entorno. No olvido que, además de ser el fundador de la Compañía de Jesús –todavía la orden más numerosa de la Iglesia católica–, Ignacio de Loyola es el patrón de Guipúzcoa y de Vizcaya. Muchos varones llevan el nombre de Ignacio o Iñaki. Muchas instituciones se amparan bajo su protección.
Hoy, sin embargo, no quiero fijarme en él desde esta perspectiva. Quiero resaltar su gran aportación psicológica y espiritual para entender el combate de la vida, la batalla interior que se libra en cada uno de nosotros entre el “ángel bueno” y el “ángel malo”. O, por decirlo, en términos paulinos: entre el “espíritu” (pneuma) y la “carne” (sarx). Soy consciente de que tanto unos términos como otros están muy lejos de nuestro modo de hablar. Hasta pueden resultar anacrónicos y desagradables. Sin embargo, expresan muy bien la tensión que caracteriza la vida humana. No solo la del hombre medieval o renacentista, sino también la de los habitantes del siglo XXI. En realidad, esta tensión se parece mucho a la lucha entre los dos lobos que –según la leyenda cherokee– se libra en cada uno de nosotros. ¿Quién no ha experimentado en su vida impulsos a hacer el bien, a ser generoso con los demás, a usar palabras amables, a sacrificarse? En todo ser humano hay semillas de verdad, bondad y belleza porque todos estamos hechos “a imagen de Dios”. Pero los mismos que experimentamos impulsos positivos sentimos también una inexplicable tendencia hacia el mal. A veces nos comportamos como personas mentirosas, egoístas, irascibles y obscenas. No sabemos de dónde proviene esta tendencia al mal. San Pablo resumió su experiencia así: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7,19).
San Ignacio de Loyola nos ofrece algunas reglas de discernimiento que se basan en nuestras experiencias de consolación y desolación. No es fácil decir en pocas palabras en qué consiste cada una de ellas. A Ignacio de Loyola le resultaba más fácil describir la desolación que la consolación. De la primera describe bien sus efectos: “El enemigo nos hace desviar de lo que hemos comenzado, trata de tirarnos abajo en el ánimo, en nosotros hay tibieza sin saber por qué estamos de este modo, no podemos rezar con devoción ni hablar ni oír cosa de Dios con gusto interior. Sentimos como si todos fuéramos olvidados de Dios, venimos a pensar que en todo estamos lejos de Dios, lo hecho y lo que querríamos hacer nada tiene sentido, todo es como si cayera en el vacío, nos trae a desconfiar de todo”. Hoy quizás hablaríamos de depresión.
De la consolación apenas dice nada. Es la alegría que nos inunda sin que descubramos una causa concreta. Es el contentamiento que produce el vivir en Dios y para Dios. Recomienda dos cosas a los que la experimentan: que estén atentos para que cuando venga el tiempo de la desolación los encuentre bien preparados, y que en el momento de la consolación no tomen decisiones que sean de una excesiva generosidad. Aunque Ignacio no parezca un santo contemporáneo, sus advertencias pueden ayudarnos a plantear de otro modo lo que estamos viviendo. Sigue siendo un santo actual.
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