Ya sé que en el campo eléctrico hablamos de dos tipos de corriente: la continua (CC) y la alterna (CA). El grupo australiano de hard rock AC/DC juega con estas siglas en inglés. Pero yo no quiero referirme a corrientes eléctricas sino emocionales. AD es la abreviatura del verbo admirar y AM la del verbo amar. Ambos verbos no son sinónimos ni van siempre de la mano. A veces admiramos sin amar y otras amamos sin admirar. Hoy, 25 de abril, se celebra en Italia la fiesta de la Liberación, así que Buon giorno, Italia. A propósito de la identidad del pueblo italiano, corre una historia que compara a los italianos con los alemanes. Se dice que Alemania ama a Italia, pero no la admira. Italia, por el contrario, admira a Alemania, pero no la ama. ¿No se podría decir algo semejante de otros países vecinos?
Cuando el científico Albert Einstein encontró por vez primera al cómico Charles Chaplin le dijo: “Lo que admiro en usted es su capacidad para hacerse entender sin pronunciar ni siquiera una palabra”. La respuesta de Chaplin no se hizo esperar: “Pero usted es mejor que yo porque el mundo lo ama sin entender ni una sola palabra de lo que dice”. Así que parece claro que se puede admirar (AD) sin amar (AM) y se puede amar (AM) sin admirar (AD).
No pretendo jugar con las palabras. Me limito a explorar un ángulo un poco oscuro de las relaciones humanas. Hay personas que deslumbran por su inteligencia, su belleza o sus habilidades en cualquier campo (literario, deportivo, científico, económico, religioso, etc.). Suscitan admiración, incluso envidia en algunos casos. Pero el deslumbramiento que producen no lleva por fuerza al amor. En la mayoría de los casos (sobre todo cuando esta superioridad va acompañada por la soberbia o la arrogancia) provoca, más bien, distancia e incluso rechazo. Me vienen ahora los nombres de un futbolista de élite (admirado, pero bastante odiado) y de un político famoso (admirado, pero apenas votado).
Pareciera que la admiración se rige por una lógica distinta a la del amor. La admiración se deja cautivar por lo grandioso; el amor tiene querencia por la debilidad. Admiramos, por lo general, a quienes consideramos superiores en algún campo de la vida humana y amamos a quienes vemos como iguales o inferiores, aunque esta regla no es un axioma. Pocas veces conjugamos los dos verbos al mismo tiempo y referidos a la misma persona, ni siquiera en el caso de los amigos. Creo que fue François de la Rochefoucauld quien acuñó una frase sibilina: “En la adversidad de nuestros mejores amigos siempre encontramos alguna cosa que no nos desagrada del todo”. Sobran comentarios.
Algo parecido sucede también entre hermanos. A menudo, detrás de una apariencia de aceptación y armonía, de buenas palabras y de juicios elogiosos, se esconden sentimientos de envidia y hasta de rechazo. Hay una secreta lucha por conquistar el amor de los padres y por ganar la carrera de los sentimientos. No siempre los hermanos se alegran y celebran los éxitos de los otros, sobre todo cuando los consideran una amenaza para el propio crecimiento y constituyen un recordatorio incómodo de los propios límites.
Quizás las excepciones más notables son las que se dan entre padres e hijos e hijos y padres. La mayoría de los hijos, superada la fase crítica de la adolescencia y la juventud, suelen amar y admirar a sus padres. No tanto porque descuellen como lumbreras. Los admiran porque saben amar siempre, en las duras y en las maduras. Amor y admiración se fusionan. Y lo mismo sucede con los padres respecto de los hijos, aunque he conocido algún caso en que un padre sentía tal envidia de su hijo que no lo dejaba crecer, lo humillaba constantemente. Pero, por lo general, a los padres se les cae la baba mientras ven cómo sus hijos se van abriendo camino en la vida. Suelen prodigar palabras de elogio ante otras personas cuando los hijos no están presentes. De nuevo, amor y admiración van de la mano.
Quien nos ama y nos admira sin doblez y siempre es Dios. Estamos muy acostumbrados a reflexionar sobre el amor que nos tiene, pero quizás no tanto sobre su admiración hacia nosotros. Dios no es un padre celoso, no ve a sus hijos e hijas como competidores, sino como una prolongación maravillosa de su obra creadora. Hay un conocido himno litúrgico que lo expresa con atino en una de sus estrofas: “Y tú te regocijas, oh Dios, y tú prolongas / en sus pequeñas manos tus manos poderosas, / y estáis de cuerpo entero los dos así creando, / los dos así velando por las cosas”.
Me gusta imaginar a Dios regocijándose (¡qué verbo tan hermoso aplicado a nuestro Padre!) por las obras de los seres humanos. Me lo imagino aplaudiendo una sinfonía de Mozart, tarareando Imagine de John Lennon, emocionándose ante un cuadro de Velázquez o degustando el pan recién horneado por un buen panadero. Me lo imagino bailando flamenco o extasiado ante el Taj Mahal, contando historias en una aldea africana o corriendo los cien metros lisos junto a Usain Bolt. Me lo imagino jugando un partido de dobles con Rafa Nadal y construyendo una casa con una cuadrilla de albañiles.
En él no hay separación entre amor y admiración. Porque nos ama, nos admira, co-crea con nosotros, se siente orgulloso de sus hijos e hijas. ¡Qué bello es saber que no es un Dios envidioso de la autonomía humana −como lo ha pintado cierta crítica moderna−, sino un compañero de camino, un socio preocupado por su creación: “los dos así velando por las cosas”! Tenemos un claro espejo en el que fijarnos.
Cuando el científico Albert Einstein encontró por vez primera al cómico Charles Chaplin le dijo: “Lo que admiro en usted es su capacidad para hacerse entender sin pronunciar ni siquiera una palabra”. La respuesta de Chaplin no se hizo esperar: “Pero usted es mejor que yo porque el mundo lo ama sin entender ni una sola palabra de lo que dice”. Así que parece claro que se puede admirar (AD) sin amar (AM) y se puede amar (AM) sin admirar (AD).
No pretendo jugar con las palabras. Me limito a explorar un ángulo un poco oscuro de las relaciones humanas. Hay personas que deslumbran por su inteligencia, su belleza o sus habilidades en cualquier campo (literario, deportivo, científico, económico, religioso, etc.). Suscitan admiración, incluso envidia en algunos casos. Pero el deslumbramiento que producen no lleva por fuerza al amor. En la mayoría de los casos (sobre todo cuando esta superioridad va acompañada por la soberbia o la arrogancia) provoca, más bien, distancia e incluso rechazo. Me vienen ahora los nombres de un futbolista de élite (admirado, pero bastante odiado) y de un político famoso (admirado, pero apenas votado).
Pareciera que la admiración se rige por una lógica distinta a la del amor. La admiración se deja cautivar por lo grandioso; el amor tiene querencia por la debilidad. Admiramos, por lo general, a quienes consideramos superiores en algún campo de la vida humana y amamos a quienes vemos como iguales o inferiores, aunque esta regla no es un axioma. Pocas veces conjugamos los dos verbos al mismo tiempo y referidos a la misma persona, ni siquiera en el caso de los amigos. Creo que fue François de la Rochefoucauld quien acuñó una frase sibilina: “En la adversidad de nuestros mejores amigos siempre encontramos alguna cosa que no nos desagrada del todo”. Sobran comentarios.
Algo parecido sucede también entre hermanos. A menudo, detrás de una apariencia de aceptación y armonía, de buenas palabras y de juicios elogiosos, se esconden sentimientos de envidia y hasta de rechazo. Hay una secreta lucha por conquistar el amor de los padres y por ganar la carrera de los sentimientos. No siempre los hermanos se alegran y celebran los éxitos de los otros, sobre todo cuando los consideran una amenaza para el propio crecimiento y constituyen un recordatorio incómodo de los propios límites.
Quizás las excepciones más notables son las que se dan entre padres e hijos e hijos y padres. La mayoría de los hijos, superada la fase crítica de la adolescencia y la juventud, suelen amar y admirar a sus padres. No tanto porque descuellen como lumbreras. Los admiran porque saben amar siempre, en las duras y en las maduras. Amor y admiración se fusionan. Y lo mismo sucede con los padres respecto de los hijos, aunque he conocido algún caso en que un padre sentía tal envidia de su hijo que no lo dejaba crecer, lo humillaba constantemente. Pero, por lo general, a los padres se les cae la baba mientras ven cómo sus hijos se van abriendo camino en la vida. Suelen prodigar palabras de elogio ante otras personas cuando los hijos no están presentes. De nuevo, amor y admiración van de la mano.
Quien nos ama y nos admira sin doblez y siempre es Dios. Estamos muy acostumbrados a reflexionar sobre el amor que nos tiene, pero quizás no tanto sobre su admiración hacia nosotros. Dios no es un padre celoso, no ve a sus hijos e hijas como competidores, sino como una prolongación maravillosa de su obra creadora. Hay un conocido himno litúrgico que lo expresa con atino en una de sus estrofas: “Y tú te regocijas, oh Dios, y tú prolongas / en sus pequeñas manos tus manos poderosas, / y estáis de cuerpo entero los dos así creando, / los dos así velando por las cosas”.
Me gusta imaginar a Dios regocijándose (¡qué verbo tan hermoso aplicado a nuestro Padre!) por las obras de los seres humanos. Me lo imagino aplaudiendo una sinfonía de Mozart, tarareando Imagine de John Lennon, emocionándose ante un cuadro de Velázquez o degustando el pan recién horneado por un buen panadero. Me lo imagino bailando flamenco o extasiado ante el Taj Mahal, contando historias en una aldea africana o corriendo los cien metros lisos junto a Usain Bolt. Me lo imagino jugando un partido de dobles con Rafa Nadal y construyendo una casa con una cuadrilla de albañiles.
En él no hay separación entre amor y admiración. Porque nos ama, nos admira, co-crea con nosotros, se siente orgulloso de sus hijos e hijas. ¡Qué bello es saber que no es un Dios envidioso de la autonomía humana −como lo ha pintado cierta crítica moderna−, sino un compañero de camino, un socio preocupado por su creación: “los dos así velando por las cosas”! Tenemos un claro espejo en el que fijarnos.
¡También yo me apunto a la banda AM/AD! ¿O era AD/AM?
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