Esta solemne afirmación no proviene de ningún dicasterio romano. Ni siquiera es la conclusión de uno de esos sesudos estudios académicos con los que nos castigan a menudo las universidades norteamericanas. Es una afirmación de sobremesa, hecha durante el desayuno de hoy. Espero que ningún lector la entienda en sentido dogmático. Lo que mis compañeros de mesa querían decir −y yo con ellos− es que la experiencia de la fe suele encontrar su suelo nutricio en una vida familiar sana. ¿Por qué? Porque dos de sus principales componentes (la confianza y la fidelidad) son esenciales para la fe. Ambos −o la ausencia de ambos− marcan nuestra vida. Sobre este asunto hay muchos estudios de picología infantil y de psicología religiosa. No es que la familia pueda producir la fe. Tampoco la transmite como se transmiten los genes, pero crea las condiciones que hacen posible que el don de Dios eche raíces y germine. Esto no tiene precio ni es fácilmente sustituible porque constituye el entramado básico de la personalidad.
Basta abrir los ojos para observar que donde hay familias creyentes se favorece y se estimula la experiencia personal de fe. Esto no significa que sea un proceso automático. La fe es siempre una decisión libre. De hecho, hay hijos de padres creyentes que no creen y personas creyentes −aunque esto es mucho más raro− que proceden de familias agnósticas o ateas. Las excepciones son abundantes, pero esto no invalida el hecho de que la familia proporciona las experiencias básicas (sobre todo, el amor) que preparan para la aceptación y el desarrollo de la fe.
Durante el tiempo pascual los Hechos de los Apóstoles nos cuentan el desarrollo de la Iglesia primitiva. En ella es esencial la estructura de la “casa” (oikós), que no coincide con nuestra moderna familia nuclear, sino que abarca un conjunto amplio de relaciones. Se trata de una familia extendida. La “casa” se convierte en pequeña iglesia doméstica. Los padres actúan como catequistas y liturgos.
Durante siglos se ha mantenido este modelo. Sobre la base de la iniciación familiar proseguían su tarea educativa la escuela y la parroquia. Este triángulo iniciático (familia-escuela-parroquia) ya no funciona como tal, y menos en las sociedades pluralistas y urbanas como las nuestras. Se requiere mucha creatividad y una gran confianza. Cada cambio de modelo constituye una oportunidad. La pastoral está buscando caminos, pero no es nada fácil.
La escuela, en la mayoría de los casos, no es confesional. Entre sus tareas no está la educación de la fe. Conviene acostumbrarse cuanto antes a las nuevas costumbres de una sociedad pluralista y acatar las leyes de un estado aconfesional. La parroquia ha perdido su capacidad de influencia en los contextos urbanos. No resulta fácil acompañar itinerarios personalizados de fe, aunque hay algunas iniciativas muy prometedoras que no siempre pasan a través de la parroquia.
Queda la familia. ¿De qué manera las familias modernas inician a sus hijos en la fe? No s nada fácil. En muchos casos, aunque los padres sean bautizados, ya no ejercen su responsabilidad de catequistas porque tal vez hace mucho tiempo que ellos mismos han dejado de creer, viven una fe muy débil o no quieren interferir el desarrollo de sus hijos con ideas raras (sic). En el mejor de los casos, suelen ser los abuelos quienes asumen vicariamente esta responsabilidad. En el peor, los niños viven en tierra de nadie, a la espera de que ellos mismos tomen sus propias decisiones cuando lo consideren oportuno. Es muy probable que ese momento nunca llegue. Ya se encargarán otros de que así suceda.
No sé cómo decirlo, aunque ya lo he dicho en más de una ocasión, pero si yo fuera un “ingeniero social” y quisiera ir eliminando la fe de la sociedad, nunca lucharía abiertamente contra ella o contra la Iglesia. Correría el riesgo de provocar una reacción insospechada. Me dedicaría a minar sutilmente la familia. Eliminando el terreno nutricio, no hay semilla religiosa que pueda crecer con vigor durante mucho tiempo. Tampoco libraría una guerra sin cuartel contra ella, porque luego vendrían algunas asociaciones conservadoras y empezarían a dar caña con mucha virulencia, que ya me conozco el paño.
Comenzaría hablando de la diversidad de modelos familiares. ¿Por qué empeñarnos en que una familia esté formada por un padre, una madre y algunos hijos? Abandonemos formas obsoletas. Los seres humanos podemos constituir unidades familiares de muy diverso género: padre-madre; padre-padre; madre-madre... No nos fijemos en los modelos, lo que importa es que haya amor, mucho amor. A los niños les da igual tener un padre y una madre, o dos padres del mismo sexo, o cualquier otra figura. Lo que importa es que se sientan queridos y crezcan con la mente abierta.
Después, procuraría sustraer a los padres su responsabilidad educativa y la transferiría a las instituciones escolares (previamente aleccionadas) y a los medios de comunicación social, a través de los cuales podría ir difundiendo los mensajes que me interesasen (casi nunca −eso sí− de manera directa, sino disueltos en películas, series de televisión, redes sociales, etc.). La idea de fondo sería siempre la misma: eso de la familia y la religión es un asunto de otra época, una rémora para el progreso de la humanidad. La gente cool no cree ya en instituciones obsoletas o en cuentos de hadas.
Por último, favorecería las relaciones con fecha de caducidad. ¿Qué sentido tiene hoy una relación matrimonial para toda la vida cuando “todo cambia”? ¿Por qué mantener relaciones hipócritas cuando lo más saludable es dar un portazo y comenzar de nuevo? ¿Por qué hacer mujeres sometidas e infelices (como nuestras abuelas) cuando ha llegado la hora de las mujeres liberadas y de los hombres abiertos? ¡Menos naftalina y más aire fresco!
Trabajando con paciencia estas directrices, cuidando tanto su ética como, sobre todo, su estética, lo demás vendría por añadidura. Crecerían generaciones que ya no lucharían contra la fe porque ni siquiera sabrían en qué consiste. Simplemente ignorarían que existe la dimensión espiritual en el ser humano o la orientarían de otra manera. Hoy está de moda considerarse espiritual, pero no religioso. Sería el momento de reemplazar el vacío con otras divinidades socialmente aceptadas en el panteón posmoderno: deporte, nacionalismo, sexo, dinero... Y, en lo posible, dominar al personal, controlar sus emociones y conductas y... hacer caja.
¿A alguien le suena algo de esto o tal vez soy víctima de prejuicios oxidados, obtuso a los avances modernos, crédulo de conspiraciones paranoicas? No sé, no sé. Quizás sea mejor quedarse con la extraña pero bella versión que un australiano ha hecho de la famosa canción Asturias. Hoy todo es posible.
Durante el tiempo pascual los Hechos de los Apóstoles nos cuentan el desarrollo de la Iglesia primitiva. En ella es esencial la estructura de la “casa” (oikós), que no coincide con nuestra moderna familia nuclear, sino que abarca un conjunto amplio de relaciones. Se trata de una familia extendida. La “casa” se convierte en pequeña iglesia doméstica. Los padres actúan como catequistas y liturgos.
Durante siglos se ha mantenido este modelo. Sobre la base de la iniciación familiar proseguían su tarea educativa la escuela y la parroquia. Este triángulo iniciático (familia-escuela-parroquia) ya no funciona como tal, y menos en las sociedades pluralistas y urbanas como las nuestras. Se requiere mucha creatividad y una gran confianza. Cada cambio de modelo constituye una oportunidad. La pastoral está buscando caminos, pero no es nada fácil.
La escuela, en la mayoría de los casos, no es confesional. Entre sus tareas no está la educación de la fe. Conviene acostumbrarse cuanto antes a las nuevas costumbres de una sociedad pluralista y acatar las leyes de un estado aconfesional. La parroquia ha perdido su capacidad de influencia en los contextos urbanos. No resulta fácil acompañar itinerarios personalizados de fe, aunque hay algunas iniciativas muy prometedoras que no siempre pasan a través de la parroquia.
Queda la familia. ¿De qué manera las familias modernas inician a sus hijos en la fe? No s nada fácil. En muchos casos, aunque los padres sean bautizados, ya no ejercen su responsabilidad de catequistas porque tal vez hace mucho tiempo que ellos mismos han dejado de creer, viven una fe muy débil o no quieren interferir el desarrollo de sus hijos con ideas raras (sic). En el mejor de los casos, suelen ser los abuelos quienes asumen vicariamente esta responsabilidad. En el peor, los niños viven en tierra de nadie, a la espera de que ellos mismos tomen sus propias decisiones cuando lo consideren oportuno. Es muy probable que ese momento nunca llegue. Ya se encargarán otros de que así suceda.
No sé cómo decirlo, aunque ya lo he dicho en más de una ocasión, pero si yo fuera un “ingeniero social” y quisiera ir eliminando la fe de la sociedad, nunca lucharía abiertamente contra ella o contra la Iglesia. Correría el riesgo de provocar una reacción insospechada. Me dedicaría a minar sutilmente la familia. Eliminando el terreno nutricio, no hay semilla religiosa que pueda crecer con vigor durante mucho tiempo. Tampoco libraría una guerra sin cuartel contra ella, porque luego vendrían algunas asociaciones conservadoras y empezarían a dar caña con mucha virulencia, que ya me conozco el paño.
Comenzaría hablando de la diversidad de modelos familiares. ¿Por qué empeñarnos en que una familia esté formada por un padre, una madre y algunos hijos? Abandonemos formas obsoletas. Los seres humanos podemos constituir unidades familiares de muy diverso género: padre-madre; padre-padre; madre-madre... No nos fijemos en los modelos, lo que importa es que haya amor, mucho amor. A los niños les da igual tener un padre y una madre, o dos padres del mismo sexo, o cualquier otra figura. Lo que importa es que se sientan queridos y crezcan con la mente abierta.
Después, procuraría sustraer a los padres su responsabilidad educativa y la transferiría a las instituciones escolares (previamente aleccionadas) y a los medios de comunicación social, a través de los cuales podría ir difundiendo los mensajes que me interesasen (casi nunca −eso sí− de manera directa, sino disueltos en películas, series de televisión, redes sociales, etc.). La idea de fondo sería siempre la misma: eso de la familia y la religión es un asunto de otra época, una rémora para el progreso de la humanidad. La gente cool no cree ya en instituciones obsoletas o en cuentos de hadas.
Por último, favorecería las relaciones con fecha de caducidad. ¿Qué sentido tiene hoy una relación matrimonial para toda la vida cuando “todo cambia”? ¿Por qué mantener relaciones hipócritas cuando lo más saludable es dar un portazo y comenzar de nuevo? ¿Por qué hacer mujeres sometidas e infelices (como nuestras abuelas) cuando ha llegado la hora de las mujeres liberadas y de los hombres abiertos? ¡Menos naftalina y más aire fresco!
Trabajando con paciencia estas directrices, cuidando tanto su ética como, sobre todo, su estética, lo demás vendría por añadidura. Crecerían generaciones que ya no lucharían contra la fe porque ni siquiera sabrían en qué consiste. Simplemente ignorarían que existe la dimensión espiritual en el ser humano o la orientarían de otra manera. Hoy está de moda considerarse espiritual, pero no religioso. Sería el momento de reemplazar el vacío con otras divinidades socialmente aceptadas en el panteón posmoderno: deporte, nacionalismo, sexo, dinero... Y, en lo posible, dominar al personal, controlar sus emociones y conductas y... hacer caja.
¿A alguien le suena algo de esto o tal vez soy víctima de prejuicios oxidados, obtuso a los avances modernos, crédulo de conspiraciones paranoicas? No sé, no sé. Quizás sea mejor quedarse con la extraña pero bella versión que un australiano ha hecho de la famosa canción Asturias. Hoy todo es posible.
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