En Italia nos hemos levantado hoy con los resultados provisionales de las elecciones generales
celebradas ayer. Ha habido más sorpresas de las auguradas por las encuestas. Lo
que sucede en la tercera economía de la Unión Europea tiene repercusiones en todos los demás países que la conforman. De todos modos, prefiero no hacer ningún comentario hasta saber bien en qué queda todo. Hace
meses que no escribo sobre cuestiones políticas porque me resulta muy difícil
orientarme en un mapa muy cambiante y bastante esperpéntico. Reconozco la
importancia de la política al mismo tiempo que relativizo su omnipresencia en
los medios de comunicación social y en nuestras conversaciones. Algunos temas
se han vuelto obsesivos. ¿Por qué debemos
perder tanto tiempo en seguir las infinitas maniobras de personajillos que buscan su
cuota de poder y popularidad sin dedicarse apenas a aquello para lo que han
sido elegidos? Basta ya. Prefiero fijar mi mirada en otros muchos asuntos que conectan
más con las preocupaciones cotidianas de todos nosotros. No me refiero a los Oscar.
Uno de los que más me
hacen pensar es el estilo de educación que hoy se está cultivando en las
familias y escuelas. Es probable que la reducción drástica en el número de
hijos, el hecho de que los dos progenitores trabajen fuera del hogar y una mayor sensibilidad a cada persona nos esté llevando a un tipo de
educación tan blanda que, en vez de adiestrar a los niños para el combate de la
vida, los esté convirtiendo en potenciales víctimas o abusadores. La viñeta
que acompaña este párrafo es ilustrativa. Yo no defiendo la “pedagogía de la
zapatilla” a la hora de afrontar los problemas. Creo, sin subterfugios, en el
valor educativo de la escucha y del diálogo. Un niño y un adolescente deben ser
siempre tratados con respeto. Su dignidad está por encima de nuestras veleidades.
Pero creo también que el mejor método educativo no es el que suprime cualquier
posible frustración para que el niño no se sienta mal, sino el que
ayuda a reconocerlas y afrontarlas. La vida, por asegurada que parezca, está
siempre plagada de frustraciones, de expectativas insatisfechas. No siempre conseguimos lo que nos proponemos.
No se hunde el mundo por ello. Pero si los niños son educados en una suerte de
omnipotencia, tendrán muchas dificultades para aceptar que no siempre todo es posible,
que no todo les es dado y que no hay una correspondencia total entre esfuerzo y resultados.
Admiro mucho a las
personas que desarrollan una gran resiliencia,
término de moda que se refiere a la capacidad de los seres humanos para
adaptarnos positivamente a situaciones adversas. En general, me he dado cuenta
de que quienes hoy tienen más de 70 años han desarrollado mucho esta capacidad.
La mayoría vivieron etapas de privación en su infancia. Podrían haberse convertido en personas
amargadas, resentidas, y, sin embargo, han desarrollado una gran
capacidad de resistencia y de lucha, de manera que se convierten hoy en el
apoyo de las generaciones siguientes. Ya sé que no es oro todo lo que reluce y
que, a veces, tras una apariencia de fortaleza, se esconden heridas no
cicatrizadas, pero eso no contradice la orientación general. Quienes en la
infancia y adolescencia han aprendido a afrontar positivamente las carencias,
se preparan mejor para no sentirse desarmados cada vez que experimenten los
reveses de la vida. En este sentido, una sociedad tan consumista como la
nuestra no es la mejor escuela para la vida. Proporcionar todo lo que se les
antoje a los niños y adolescentes para compensar en muchas ocasiones la falta
de tiempo dedicado a ellos es el mejor modo de entrenar pequeños tiranos que
mañana tendrán muchos problemas para formar un hogar y mantener relaciones
afectivas estables.
Bueno, conviene empezar
la semana con un poco de música escocesa. Este tema es uno de los que aprendí
hace muchos años en las clases de inglés. Me gusta esta versión falsamente polifónica.
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