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lunes, 5 de marzo de 2018

Frustrarse también es humano

En Italia nos hemos levantado hoy con los resultados provisionales de las elecciones generales celebradas ayer. Ha habido más sorpresas de las auguradas por las encuestas. Lo que sucede en la tercera economía de la Unión Europea tiene repercusiones en todos los demás países que la conforman. De todos modos, prefiero no hacer ningún comentario hasta saber bien en qué queda todo. Hace meses que no escribo sobre cuestiones políticas porque me resulta muy difícil orientarme en un mapa muy cambiante y bastante esperpéntico. Reconozco la importancia de la política al mismo tiempo que relativizo su omnipresencia en los medios de comunicación social y en nuestras conversaciones. Algunos temas se han vuelto obsesivos.  ¿Por qué debemos perder tanto tiempo en seguir las infinitas maniobras de personajillos que buscan su cuota de poder y popularidad sin dedicarse apenas a aquello para lo que han sido elegidos? Basta ya. Prefiero fijar mi mirada en otros muchos asuntos que conectan más con las preocupaciones cotidianas de todos nosotros. No me refiero a los Oscar.

Uno de los que más me hacen pensar es el estilo de educación que hoy se está cultivando en las familias y escuelas. Es probable que la reducción drástica en el número de hijos, el hecho de que los dos progenitores trabajen fuera del hogar y una mayor sensibilidad a cada persona nos esté llevando a un tipo de educación tan blanda que, en vez de adiestrar a los niños para el combate de la vida, los esté convirtiendo en potenciales víctimas o abusadores. La viñeta que acompaña este párrafo es ilustrativa. Yo no defiendo la “pedagogía de la zapatilla” a la hora de afrontar los problemas. Creo, sin subterfugios, en el valor educativo de la escucha y del diálogo. Un niño y un adolescente deben ser siempre tratados con respeto. Su dignidad está por encima de nuestras veleidades. Pero creo también que el mejor método educativo no es el que suprime cualquier posible frustración para que el niño no se sienta mal, sino el que ayuda a reconocerlas y afrontarlas. La vida, por asegurada que parezca, está siempre plagada de frustraciones, de expectativas insatisfechas. No siempre conseguimos lo que nos proponemos. No se hunde el mundo por ello. Pero si los niños son educados en una suerte de omnipotencia, tendrán muchas dificultades para aceptar que no siempre todo es posible, que no todo les es dado y que no hay una correspondencia total entre esfuerzo y resultados.

Admiro mucho a las personas que desarrollan una gran resiliencia, término de moda que se refiere a la capacidad de los seres humanos para adaptarnos positivamente a situaciones adversas. En general, me he dado cuenta de que quienes hoy tienen más de 70 años han desarrollado mucho esta capacidad. La mayoría vivieron etapas de privación en su infancia. Podrían haberse convertido en personas amargadas, resentidas, y, sin embargo, han desarrollado una gran capacidad de resistencia y de lucha, de manera que se convierten hoy en el apoyo de las generaciones siguientes. Ya sé que no es oro todo lo que reluce y que, a veces, tras una apariencia de fortaleza, se esconden heridas no cicatrizadas, pero eso no contradice la orientación general. Quienes en la infancia y adolescencia han aprendido a afrontar positivamente las carencias, se preparan mejor para no sentirse desarmados cada vez que experimenten los reveses de la vida. En este sentido, una sociedad tan consumista como la nuestra no es la mejor escuela para la vida. Proporcionar todo lo que se les antoje a los niños y adolescentes para compensar en muchas ocasiones la falta de tiempo dedicado a ellos es el mejor modo de entrenar pequeños tiranos que mañana tendrán muchos problemas para formar un hogar y mantener relaciones afectivas estables. 

Bueno, conviene empezar la semana con un poco de música escocesa. Este tema es uno de los que aprendí hace muchos años en las clases de inglés. Me gusta esta versión falsamente polifónica.


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