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domingo, 4 de marzo de 2018

Es cuestión de vida auténtica

Pocos domingos resultan tan eléctricos −es decir, tan cargados de altísimo voltaje profético− como este III Domingo de Cuaresma. Es como si en el corazón del itinerario hacia la Pascua la liturgia nos propusiera un shock para despertarnos de nuestro letargo y prevenirnos contra una religión domesticada. En un mundo idolátrico, Dios mismo, no un legislador humano, nos regala diez palabras (decálogo) de vida (primera lectura). En un mundo sensacionalista y racionalista, Pablo nos recuerda que Cristo es siempre un escándalo y una necedad (segunda lectura). Y, para rematar la provocación, el evangelio de Juan nos presenta a Jesús, armado con un látigo casero, expulsando a los cambistas de monedas y a los animales del recinto del templo de Jerusalén y proclamando que su cuerpo −y no la soberbia construcción de piedra− es el verdadero templo. No sé si después de tanta carga eléctrica todavía queda en pie algo de nuestra religiosidad convencional, hecha a base de una concepción legalista de los mandamientos (¡ojo a esta palabrita que no aparece en el texto del Éxodo!) y de una explotación ritualista −y, a veces, comercial− de la fe. Una vez le oí decir a un compañero mío, afincado en Japón, que el elemento común que unía a todas las religiones del mundo era la caja para las ofrendas situada en algún lugar estratégico de sus templos o santuarios. Budistas, confucionistas, hinduistas, judíos, cristianos y musulmanes comparten con entusiasmo ecuménico este interés por “sacar partido” de sus respectivas creencias y prácticas religiosas. Conviene tomarse estas cosas con un poco de humor.

Aprendí de memoria los “mandamientos de la ley de Dios” (así se llamaban) antes de hacer la primera comunión. Durante años constituyeron la lista de preceptos que debían ser repasados para preparar una buena confesión. Algunos parecían fáciles de observar, hasta el punto de pasar casi desapercibidos, pero otros enseguida ocupaban el primer plano. Tardé muchos años en comprender que no se trataba de “mandamientos” impuestos desde fuera, y menos por un Dios legislador, sino de pistas para llegar a una vida plena. De las “diez palabras” (decálogo) del Éxodo, Jesús hizo una reducción a dos: amar a Dios y amar al prójimo. Pablo llega a concentrar todo en una sola: “El amor es el cumplimiento pleno de la ley” (Rom 13,10). Nos cuesta la vida entera hacer esta síntesis, aunque intuimos que por aquí va la esencia de la religión verdadera. Sin embargo, hay algo dentro de nosotros que nos devuelve, una y otra vez, al cumplimiento puntilloso de normas y preceptos. Es como si las normas nos dieran más seguridad que un amor abierto. Pero solo quien ama disfruta de la libertad de la fe. Los místicos nos lo han hecho ver con mucha claridad a partir de su propia experiencia. ¿Cuántas personas libres de verdad hemos conocido a lo largo de la vida? ¿Por qué para muchos hombres y mujeres la fe es todavía sinónimo de esclavitud y no de libertad plena? ¿Qué testimonio damos los creyentes?

La escena de Jesús en el templo, narrada por los cuatro evangelios, prueba de su importancia e impacto, no puede ser más desconcertante. El “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29) agarra un látigo improvisado y acaba con el negocio organizado en el templo de Jerusalén con motivo de la Pascua. Pero la reacción de Jesús va incluso más lejos. No es que templo y dinero casen mal, sino que incluso el templo mismo ha perdido ya su significado. Cristo −su cuerpo muerto y resucitado− es ahora el verdadero “lugar” para el encuentro con Dios, para adorar a Aquel que nos ha pedido amarlo “con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”. No necesitamos practicar el culto de la vida en estructuras construidas con piedra, hierro y madera, sino a través de un corazón abierto al Espíritu de Dios. Me cuesta hacerme cargo de este cambio copernicano. Diría más. La manera como a menudo vivimos el cristianismo no ayuda mucho a caminar en esta dirección sino, más bien, en la contraria. Como los cristianos a los que se dirige la imponente Carta a los Hebreos, seguimos añorando los viejos cultos cargados de sacrificios y solemnidad. Nos cuesta hacernos cargo de la revolución introducida por Jesús. Podríamos decir que estamos en los comienzos. 

A partir de esta crítica radical de la religión judía, cuesta regresar a algunas de nuestras actuales prácticas cristianas. Es verdad que hoy los sacramentos de la Iglesia no se compran ni se venden, pero ¿no es también verdad que todavía quedan muchas costumbres que dan a entender lo contrario? Es verdad que las iglesias y santuarios no son mercados sino espacios para la oración y la celebración, pero ¿no sigue habiendo en torno a muchos de ellos (empezando por el Vaticano y siguiendo por Guadalupe, Fátima o Lourdes) una proliferación de negocios que se aprovechan de la afluencia de peregrinos? Es verdad que creemos que los verdaderos adoradores de Dios deben adorarlo “en espíritu y verdad”, pero ¿no seguimos dando mucha importancia a los templos materiales? El culto que Jesús ofrece es una vida consagrada a Dios y a los demás: “No os olvidéis de hacer el bien y de ser solidarios: estos son los sacrificios que agradan a Dios” (Heb 13,16). No quisiera abusar de binomios que pueden presentarse un poco demagógicamente, sino solo estimular la reflexión serena. Los creyentes no debemos temer las muchas críticas que recibimos por parte de aquellas personas que consideran la religión el “opio del pueblo” (Marx), un “cuento de hadas” (Hawkings), una “neurosis colectiva” (Freud) o cualquier otra lindeza. Las denuncias más radicales −y, por eso mismo, las más liberadoras− vienen de la misma Palabra de Dios. Las lecturas de este domingo son buena prueba de ello.



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