Recuerdo que, en noviembre de 1982, cuando estudiaba en Roma, un periodista de Radio Nacional (RNE) le hizo una larga entrevista a Felipe González
a los pocos días de haber ganado por mayoría absoluta las elecciones generales en España. Entre las muchas preguntas,
hubo una que me sorprendió. El periodista
le preguntó al líder del PSOE cuál era el vocablo español que más le gustaba. Yo
me esperaba que hubiera respondido palabras como libertad, justicia,
solidaridad, o alguna otra del vocabulario socialista. Pero no. Felipe dijo que
la palabra que más le gustaba era sosiego.
No sé si es la más hermosa, pero es verdad que cuando uno la pronuncia despacio
parece que produce lo que significa; es decir, quietud, tranquilidad,
serenidad. Se ve que Felipe González necesitaba un oasis de paz tras la refriega de la campaña electoral. Si alguien me preguntara hoy por mi palabra favorita, no sabría cuál
escoger. Son muchas las que me gustan. Pero hay una que, sin ocupar el
primer puesto, me atrae de manera especial: la palabra cicatriz. No es quizá
muy eufónica, pero significa algo que está ligado a nuestra experiencia vital.
Según el diccionario de la RAE, la segunda acepción de este término es “impresión
que queda en el ánimo por algún sentimiento pasado”. De acuerdo con esta definición, puedo decir que
mi ánimo está lleno de cicatrices. Pero no solo las provocadas por los sentimientos
sino también por las heridas. Creo que todos nosotros somos como combatientes
de guerra. La vida nos da algunas dentelladas, nos hiere, nos deja el alma
hecha jirones. El recuerdo permanente de estas heridas son las cicatrices que
llevamos dentro de nosotros. La tentación es esconderlas o disimularlas. No nos
gusta aparecer como heridos o vulnerables, pero la liberación consiste precisamente en mostrarlas; más aún, en descubrir su belleza.
No sé japonés, pero tengo
varios compañeros que viven en Japón y podrían ayudarme a matizar lo que voy a
escribir. Incluso en mi comunidad vivo con un compañero claretiano de padre
japonés y madre española, perfectamente bilingüe, que podría echarme también una mano para no decir tonterías. Tal vez hable hoy con él
sobre el famoso kintsugi. Con esta palabra japonesa, hermosa en sí misma, se alude
a la práctica de reparar las
fracturas que se producen en un objeto de cerámica usando un tipo de barniz o
resina espolvoreados con oro. Esta técnica parece anticuada en un tiempo en el
que, siguiendo el principio de obsolescencia, los objetos están fabricados para
que duren poco. De hecho, cuando se rompen (pensemos en un vaso o en un
plato) tendemos a sustituirlos por otros nuevos. El kintsugi, por el contrario, considera
que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto y deben
mostrarse en lugar de ocultarse. De esta manera, las grietas o “cicatrices” embellecen el
objeto. Pero no se trata solo de una técnica artesanal. El kintsugi es, en el fondo, una forma de entender la existencia, una
invitación a no ocultar nuestras heridas, a reconocer la
belleza de las cicatrices de la vida. En el fondo, por paradójico que
parezca, donde están nuestras heridas está nuestra salvación. Cada cicatriz es
el recuerdo de una afrenta, un fracaso o un sufrimiento. Pero también el
símbolo de un esfuerzo, una restauración, un paso adelante.
Nos cuesta aceptar una
piel marcada por las las viejas heridas. Hoy la cirugía estética y el
maquillaje tienden a borrar o disimular las cicatrices de nuestro cuerpo. La psicología nos ayuda a cerrar las heridas internas. Y, sin
embargo, como en los viejos guerreros, cada cicatriz debería ser contemplada no como un fracaso o una humillación, sino como un hito del camino, como la prueba de que hemos vivido. A veces, más que de cicatrices producidas por las
heridas, hablamos de roturas. ¿Qué hacer cuando tenemos la impresión de que nuestros
ideales, nuestras convicciones o nuestros amores se han hecho añicos? ¿Cómo
recomponer las piezas rotas de nuestra alma? Pareciera que la única opción
razonable es barrerlas y arrojarlas al cubo de la basura, sustituirlas por otras nuevas. El kintsugi, sin embargo, nos enseña que siempre
es posible recoger con cariño las piezas rotas, ordenarlas y ensamblarlas con
la resina dorada del perdón y del amor. No hay ruptura, por dolorosa que
parezca, que no pueda se restañada, pero se requiere humildad y mucha
paciencia. En el kintsugi, el proceso
de secado es lento. La resina dorada que ensambla las piezas tarda semanas, a
veces meses, en endurecerse. Es la única manera de garantizar la cohesión de
las piezas rotas y la durabilidad del objeto. Lo mismo sucede con el proceso de
recomposición de nuestros ideales rotos o de nuestras heridas abiertas. No
podemos pretender sanarlas de la noche a la mañana. Necesitan ser tratadas, no
ya con resina dorada, sino con el vino y el aceite de la compasión. Al final,
siempre quedarán las marcas o las cicatrices. No tenemos que avergonzarnos. No
hay nada más bello que la cicatriz que se produce en una herida curada. Es el triunfo de la gracia sobre el mal de
este mundo. Puro símbolo del amor de Dios.
Muchísimas gracias Gonzalo, me ayudas a dar una nueva visión en muchos aspectos de la vida... Recordaré y practicaré el kintsugi
ResponderEliminarPreciosos los objetos después del kintsugi, me encantan. La parte profunda del mensaje también.
ResponderEliminarAprovecho Gonzalo para una pregunta, ¿qué te parecen las opiniones de los obispos sobre la huelga de mañana? y ¿qué te parece que fruto de sus opiniones haya que estar toda la mañana esuchando que la Iglesia es la institución más machista que existe? No entiendo el motivo por el que cualquier comentario de un católico tiene que ser analizado por no creyentes cuando no va dirigido a ellos. Mi primer pensamiento ha sido... por qué tienen que meterse en este lío los obispos, y después he pensado, tienen todo el derecho a dar su opinión, en fin, no se, me he indignado bastante porque sólo oigo críticas a la Iglesia Católica y que yo sepa los imanes son sólo hombres también. A ver si te animas con este tema. Un abrazo. María