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sábado, 10 de febrero de 2018

Todo tiene un precio

Después de tres jornadas de trabajo en Bata, la capital de la zona continental, estoy de nuevo en Malabo antes de emprender el regreso a Roma esta misma tarde. Hace un calor intenso, húmedo, pegajoso. Me pregunto cómo se puede vivir y trabajar aquí en estos meses. Supongo que los malabeños se preguntan cómo se puede vivir y trabajar en Europa con nieve y varios grados bajo cero. Está claro que la percepción del tiempo varía según la experiencia de cada uno. Al final, no queda más remedio que adaptarse. Como dice el dicho popular: “O te aclimatas, o te aclimueres”. Me imagino a los primeros misioneros claretianos que llegaron a este país en noviembre de 1883. Recordé a esos doce héroes el pasado mes de mayo cuando aterricé en Malabo. Al principio se sucedían las expediciones porque morían muchos misioneros a causa del calor, el paludismo, la falta de alimentación adecuada, etc. Sin embargo, los claretianos nunca abandonamos la misión, ni siquiera en los tiempos difíciles de la dictadura de Macías, cuando la mayoría de nuestros misioneros fueron torturados o expulsados del país. Cada día en las más de 500 comunidades claretianas repartidas por todo el mundo oramos por los fallecidos en esa fecha. Son llamativas las abundantes referencias a las localidades guineanas donde murieron. Es imposible olvidar el sacrificio de quienes hicieron posible el desarrollo del cristianismo en este pequeño país africano.

La historia de los primeros misioneros en Guinea Ecuatorial me hace pensar que muchas de las conquistas históricas que hoy nos permiten llevar una vida confortable (en el campo de la paz, la sanidad, la educación, el transporte o la seguridad) se han logrado mediante el sacrificio de muchas personas. En algunos casos hasta han dado su vida. Desde la comodidad de una vida serena es fácil olvidarse de ellas, creer que todo nos ha venido dado sin apenas esfuerzo. Pero las cosas tienen un precio. No me refiero solo a su coste monetario sino a su valor y a su significado. A medida que pasa el tiempo valoro más los sacrificios de las generaciones que me han precedido. En muchos campos me parece que lograron cotas de humanidad más altas que la mía. Hoy no tienen mucho predicamento las palabras sacrificio y heroísmo. Parecen reservadas a personajes del pasado. La cultura hedonista huye del sacrificio, quiere hacer todo fácil y placentero. De esta manera vamos volviéndonos tan frágiles que hacemos de las dificultades ordinarias de la vida montañas insuperables. Se hace insoportable una vida matrimonial que exija renuncias. No se aguanta una vida comunitaria que mortifique algunos caprichos personales. Un destino fuera del propio país parece una violación de los derechos humanos. El cuidado de los niños o de los ancianos se considera un obstáculo para la realización personal porque roba tiempo y energías. Participar en la misa dominical cuando hay que hacer un trayecto largo hasta la iglesia se nos antoja un esfuerzo innecesario. Y así podríamos alargar la lista.

Cuando recuerdo el heroísmo de mis hermanos misioneros a finales del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX en este bendito país de Guinea Ecuatorial caigo en la cuenta de que también hoy, a pesar de la cultura hedonista dominante, hay millones de personas que son auténticos héroes. Se trata por lo general de héroes anónimos. ¿Quién no conoce la historia de madres y padres que hacen lo imposible por conciliar su horario laboral y el cuidado amoroso de sus hijos? Son admirables las personas que han sacrificado su vida por cuidar de personas con enfermedades degenerativas. Me quedo sin palabras ante los religiosos que siempre están dispuestos a aceptar destinos difíciles que otros no quieren. Son innumerables los voluntarios que dedican cariño, tiempo (y a veces dinero) para atender a personas excluidas de los circuitos sociales. Si su actitud se juzgara con los criterios de la sociedad hedonista, podríamos decir que son unos pringaos, pobres personas que no saben disfrutar de la vida y que se están quemando “a lo tonto”. Si juzgamos su vida a la luz de la vida de Jesús, que pagó un alto precio por la humanidad, entonces hasta el más pequeño gesto cobra un valor infinito. El mismo Jesús lo dijo con un ejemplo tomado de la hospitalidad cotidiana: “Quien dé a beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por su condición de discípulo, os aseguro que no quedará sin recompensa” (Mt 10,42). Me parece que me ha venido a la mente esta cita bíblica a causa del calor tremendo que padecemos en Malabo. En fin, las conexiones neuronales parecen funcionar bien a pesar de todo.

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