¿A quién no le produce repugnancia
una enfermedad como la lepra? Es como si las infecciones y deformaciones de la piel fueran el reflejo de una deformación de toda la
persona. En las culturas antiguas, incluyendo la judía, la lepra era
considerada como un castigo de Dios por el pecado. Este VI
Domingo de Tiempo Ordinario aborda el asunto de la lepra desde dos
posiciones distintas. La primera lectura, tomada del libro del Levítico,
presenta las disposiciones que los judíos tenían que seguir en el caso de que a
alguien se le diagnosticara esta enfermedad maldita. A primera vista pueden
aparecer como medidas higiénicas para evitar el contagio y garantizar la salud
pública, pero, en realidad, manifiestan un motivo teológico: los leprosos eran
considerados como malditos de Dios; por eso, tenían que ser marginados. El mundo de la
pureza y de la impureza estaba claramente dividido. Es posible que pensemos que
hoy hemos superado esta mentalidad marginadora, pero no es cierto. Siempre
encontramos nuevos motivos para separar a los puros de los impuros, a
los cumplidores de los díscolos. Hace unos años, la lepra
adquirió un nuevo nombre: SIDA. Hoy tenemos nuevas lepras que nos sirven para marginar a algunas personas y protegernos de su contagio. Se ve que los seres
humanos no aceptamos fácilmente a los que se salen de la regla, a menos que alguna
vez nos toque formar parte de este grupo de excluidos.
La segunda posición se expresa con claridad en el Evangelio. ¿Cómo se comporta
Jesús? Él era judío. Estaba obligado a seguir las normas del Levítico. Sin embargo, las traspasa con gran libertad. El
evangelista Marcos sintetiza su actitud en cuatro verbos, que recuerdan a los
utilizados el domingo pasado cuando leíamos la curación de la suegra de Pedro. Los
cuatro verbos son: se compadeció, extendió la mano, lo tocó y le dijo. Todo
comienza por un cambio de actitud. En vez de sentir repugnancia y juzgar al
leproso, Jesús siente compasión. Se mete en la piel de la persona
enferma y siente en sí mismo toda la marginación que esta persona ha
acumulado a lo largo de la vida. Los otros verbos ruedan a toda velocidad: lo
toca y lo cura. En Jesús, Dios mismo toca lo “intocable”. Dios no cura a
distancia, sino que une su piel sana a la piel deteriorada del leproso. Es como
si hubiera un trasvase de células. Dios, en Jesús, se deja contaminar. A su
vez, descontamina al hombre enfermo. De esta forma, Jesús manifiesta que Dios
no es el tirano castigador que maldice a los seres humanos, sino el padre
compasivo que se acerca a ellos, los acaricia y los reintegra en la comunidad. A Dios no se le caen los
anillos por tocar a uno de sus hijos marginados. La reacción del leproso curado
es llamativa. El domingo pasado leíamos que la suegra de Pedro, tras ser
curada, se pone a servir. Hoy vemos que el leproso se pone a evangelizar. Él
mismo se convierte en un signo de evangelio porque curar un leproso era uno de
los signos mesiánicos: “Id a decirle a
Juan lo que vosotros veis y oís: los ciegos recobran la vista, los cojos
caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan,
los pobres reciben la buena noticia” (Mt 11,5).
Precisamente hoy,
11 de febrero, la Iglesia celebra la Jornada
Mundial del Enfermo, a la que el papa Francisco le ha querido dar este
año un enfoque mariano. La Madre de Jesús, que estuvo junto a la cruz de su Hijo, sigue estando al pie de la cruz de todos cuantos experimentan el zarpazo
de la enfermedad. El papa Francisco lo expresa con estas palabras: “El dolor indescriptible de la cruz traspasa
el alma de María (cf. Lc 2,35), pero no la paraliza. Al contrario, como Madre
del Señor comienza para ella un nuevo camino de entrega. En la cruz, Jesús se
preocupa por la Iglesia y por la humanidad entera, y María está llamada a compartir
esa misma preocupación”. María, como su Hijo, sigue acercándose a todos los
enfermos del mundo, los toca con cariño de madre, y los presenta a Jesús para
que sean alcanzados por su energía sanadora. Un enfermo tocado por María nunca será
una persona marginada, porque María es la madre de la comunidad que reintegra a
casa a todos los hijos e hijas marginados.
Creo que hoy es un día muy adecuado
para recordar a las personas enfermas más próximas, a las que tal vez tenemos
olvidadas, incluso excluidas de nuestro campo afectivo. ¿No podríamos
aprovechar esta oportunidad para una llamada telefónica, una visita, o un servicio
que alivie un poco su situación? Tal vez no está en nuestra mano la curación física,
pero sí lo está el evitar todo tipo de marginación afectiva, social y
religiosa. Como hizo Jesús, yendo mucho más allá de las estrictas prescripciones
de la Ley.
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