Llevo casi quince
años en el gobierno general de los Misioneros Claretianos. Si me preguntaran
cuáles han sido los asuntos más difíciles que he tenido que afrontar junto con
mis compañeros a lo largo de este tiempo, no tengo la menor duda: algunos casos personales
muy graves, problemas de escándalos y chantajes... y los procesos de unión entre varios
organismos. Los dos primeros parecen claros; el tercero necesita alguna explicación. Si se trata de separar una parte de un organismo (o sea, una provincia o delegación), no suele haber problemas, salvo algún
sentimiento de “pérdida” por parte del organismo original. Pero si se trata de
unir dos o más organismos con larga tradición, los problemas parecen interminables. Este asunto no es algo exclusivo de los institutos religiosos. Lo mismo sucede en otros ambientes eclesiales (por ejemplo, cuando hay que unir diócesis pequeñas) y también políticos (cuando se trata de unir pueblos, comarcas, regiones o países).
La unión se suele ver como una amenaza y no como una oportunidad de construir algo nuevo. Sobre los
procesos de unión se ciernen todos los demonios imaginables: pérdida de la
propia identidad (léase también privilegios), temor de sucumbir a un uniformismo devastador, miedo a liderazgos burocráticos y lejanos, etc.
Pensemos también
en las dificultades que siguen existiendo para la unión de las diversas
iglesias cristianas y para la consolidación de la Unión Europea o de otras
organizaciones supranacionales en varias regiones del mundo. ¿Por qué es tan
difícil la unión cuando, a renglón seguido, solemos decir que “la unión hace la
fuerza”? ¿Tiene que ver con el espíritu evangélico de pequeñez (tal como María
lo presenta en el Magnificat) o
responde, más bien, a otros intereses (a veces, espurios e inconfesables)? La verdad es que no tengo
una respuesta clara. Me limito a constatar un hecho que a veces me hace
perder la paciencia. Confieso que en más de una ocasión he tenido que frenar mi
deseo de dar un fuerte golpe en la mesa de negociaciones acompañándolo con una
frase como esta: “¿Hasta cuándo vamos a estar mareando la perdiz? ¡Basta ya!”.
El mundo necesita respuestas rápidas y eficaces al desafío de la evangelización y nosotros nos permitimos el
lujo de enredarnos en procesos interminables que consumen tiempo, energías, humor y
dinero.
Tal vez este
hecho exija un “cambio de paradigma”, un planteamiento más profundo. ¿Por qué
nos cuesta tanto ir más allá de los límites de lo conocido? ¿Por qué nos
resistimos a salir de nuestra zona de confort o de seguridad? ¿Por qué, en
definitiva, nos cuestan los procesos de unión y a menudo anhelamos los de
separación? ¿Tendrá que ver con esa primera separación de la madre que supone
el nacimiento y que crea en nosotros una dinámica permanente de sucesivas
separaciones como exigencia de maduración? ¿O tendrá que ver, más bien, con el ejercicio del poder? No lo sé, aunque cada vez me inclino más a pensar que esta es la causa determinante. En cualquier caso, se suelen acumular los factores. Creo que nos cuesta mucho unirnos con los diferentes porque quizás tememos morir a lo nuestro y que más allá de lo
conocido se extienda un desierto poblado de monstruos. O quizás porque los
seres humanos tenemos necesidad de seguridad, de echar raíces en un
territorio, de expresarnos en una lengua, de tejer lazos con los iguales, de
compartir rasgos identitarios. Cuando
algunos hermanos me hablan en estos términos, que respeto mucho, suelo replicar
así: “¿Te parece poco profundo e identitario
compartir un mismo carisma misionero que va más allá de la etnia, la tribu, la
nación, la cultura o la lengua?”. Por mucho que condicione mi forma de ser, mi cosmovisión
y mis hábitos, yo no he elegido nacer en un país (España), tener una
determinada lengua materna (castellano) o alimentarme de pan de trigo más que
de arroz, pero sí he elegido libremente ser claretiano como respuesta a la
llamada del Señor. Los valores elegidos tendrían que tener prioridad sobre los factores heredados, pero no suele ser así. El ser humano es más proclive a dejarse llevar por el reclamo de la tribu (cualquiera que ella sea) que a construir nuevas relaciones basadas en valores universales como la igualdad, la equidad y la fraternidad. Pero si no somos capaces de construir unidades mayores sobre la base de algunos valores compartidos –que siempre nos exigen ir más allá de nosotros mismos– corremos el riesgo de dividirnos en minúsculos fragmentos
que, tarde o temprano, entrarán en litigio para defender los propios intereses.
En fin, la
entrada de hoy tiene más el tono de un desahogo que de una reflexión
articulada. Por eso, conviene tomarla –como decían los clásicos– cum grano salis.
Si no se dispone de sal, siempre se
puede entretener uno escuchando el tema que ha ganado este año el festival de
San Remo: Non mi avete fatto niente. Canción italiana en estado puro. Espero que os guste.
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