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lunes, 12 de febrero de 2018

La difícil unión

Llevo casi quince años en el gobierno general de los Misioneros Claretianos. Si me preguntaran cuáles han sido los asuntos más difíciles que he tenido que afrontar junto con mis compañeros a lo largo de este tiempo, no tengo la menor duda: algunos casos personales muy graves, problemas de escándalos y chantajes... y los procesos de unión entre varios organismos. Los dos primeros parecen claros; el tercero necesita alguna explicación. Si se trata de separar una parte de un organismo (o sea, una provincia o delegación), no suele haber problemas, salvo algún sentimiento de “pérdida” por parte del organismo original. Pero si se trata de unir dos o más organismos con larga tradición, los problemas parecen interminables. Este asunto no es algo exclusivo de los institutos religiosos. Lo mismo sucede en otros ambientes eclesiales (por ejemplo, cuando hay que unir diócesis pequeñas) y también políticos (cuando se trata de unir pueblos, comarcas, regiones o países). La unión se suele ver como una amenaza y no como una oportunidad de construir algo nuevo. Sobre los procesos de unión se ciernen todos los demonios imaginables: pérdida de la propia identidad (léase también privilegios), temor de sucumbir a un uniformismo devastador, miedo a liderazgos burocráticos y lejanos, etc.

Pensemos también en las dificultades que siguen existiendo para la unión de las diversas iglesias cristianas y para la consolidación de la Unión Europea o de otras organizaciones supranacionales en varias regiones del mundo. ¿Por qué es tan difícil la unión cuando, a renglón seguido, solemos decir que “la unión hace la fuerza”? ¿Tiene que ver con el espíritu evangélico de pequeñez (tal como María lo presenta en el Magnificat) o responde, más bien, a otros intereses (a veces, espurios e inconfesables)? La verdad es que no tengo una respuesta clara. Me limito a constatar un hecho que a veces me hace perder la paciencia. Confieso que en más de una ocasión he tenido que frenar mi deseo de dar un fuerte golpe en la mesa de negociaciones acompañándolo con una frase como esta: “¿Hasta cuándo vamos a estar mareando la perdiz? ¡Basta ya!”. El mundo necesita respuestas rápidas y eficaces al desafío de la evangelización y nosotros nos permitimos el lujo de enredarnos en procesos interminables que consumen tiempo, energías, humor y dinero.

Tal vez este hecho exija un “cambio de paradigma”, un planteamiento más profundo. ¿Por qué nos cuesta tanto ir más allá de los límites de lo conocido? ¿Por qué nos resistimos a salir de nuestra zona de confort o de seguridad? ¿Por qué, en definitiva, nos cuestan los procesos de unión y a menudo anhelamos los de separación? ¿Tendrá que ver con esa primera separación de la madre que supone el nacimiento y que crea en nosotros una dinámica permanente de sucesivas separaciones como exigencia de maduración?  ¿O tendrá que ver, más bien, con el ejercicio del poder? No lo sé, aunque cada vez me inclino más a pensar que esta es la causa determinante. En cualquier caso, se suelen acumular los factores. Creo que nos cuesta mucho unirnos con los diferentes porque quizás tememos morir a lo nuestro y que más allá de lo conocido se extienda un desierto poblado de monstruos. O quizás porque los seres humanos tenemos necesidad de seguridad, de echar raíces en un territorio, de expresarnos en una lengua, de tejer lazos con los iguales, de compartir rasgos identitarios. Cuando algunos hermanos me hablan en estos términos, que respeto mucho, suelo replicar así: “¿Te parece poco profundo e identitario compartir un mismo carisma misionero que va más allá de la etnia, la tribu, la nación, la cultura o la lengua?”. Por mucho que condicione mi forma de ser, mi cosmovisión y mis hábitos, yo no he elegido nacer en un país (España), tener una determinada lengua materna (castellano) o alimentarme de pan de trigo más que de arroz, pero sí he elegido libremente ser claretiano como respuesta a la llamada del Señor. Los valores elegidos tendrían que tener prioridad sobre los factores heredados, pero no suele ser así. El ser humano es más proclive a dejarse llevar por el reclamo de la tribu (cualquiera que ella sea) que a construir nuevas relaciones basadas en valores universales como la igualdad, la equidad y la fraternidad. Pero si no somos capaces de construir unidades mayores sobre la base de algunos valores compartidos –que siempre nos exigen ir más allá de nosotros mismos– corremos el riesgo de dividirnos en minúsculos fragmentos que, tarde o temprano, entrarán en litigio para defender los propios intereses.

En fin, la entrada de hoy tiene más el tono de un desahogo que de una reflexión articulada. Por eso, conviene tomarla –como decían los clásicos– cum grano salis.  Si no se dispone de sal, siempre se puede entretener uno escuchando el tema que ha ganado este año el festival de San Remo: Non mi avete fatto niente. Canción italiana en estado puro. Espero que os guste.



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