Me despido de
México con nostalgia. El sábado pasé una parte de la mañana en la basílica
de Santa María de Guadalupe. Como siempre, estaba llena de peregrinos y
devotos. Apenas vi turistas con aspecto de extranjeros. Me quedo sin palabras
ante fenómenos como éste. Riadas de personas desfilan bajo el gran cuadro de la
Virgen de Guadalupe. Familias enteras hacen cola frente al Bautisterio para
bautizar a sus niños y niñas vestiditos de blanco. Me sorprendió encontrar a un
grupo de unas veinte personas rezando el rosario en medio de la gran plaza.
Estaban todas en círculo, cogidas de la mano. Había hombres y mujeres adultos y
también jóvenes y niños. En el centro habían colocado el retrato de una anciana
que supuse acababa de fallecer. Imagino que sería la abuela de la familia. Cada
miembro portaba un globo blanco. Todos estaban enlazados como formando una
corona del rosario. Cuando acabaron de rezar, cantaron algo y soltaron los
globos. En pocos segundos ascendieron por encima de las basílicas (la antigua y
la nueva) y se perdieron en el cielo mientras todos seguían su curso con la
mirada.
Por si el impacto
de Guadalupe no hubiera sido suficiente, visité luego el Templo
de san Hipólito y san Casiano, regentado por los claretianos de México desde finales del siglo XIX.
Llama la atención su recia arquitectura colonial del siglo XVI, su progresivo hundimiento e inclinación, pero sobre todo
la continua afluencia de peregrinos que vienen a honrar, no a los titulares del
templo (casi desconocidos), sino a san Judas Tadeo, cuya
imagen fue entronizada en 1982. El 28 de cada mes –y, de manera muy especial,
el 28 de octubre, fiesta del santo– se retiran los bancos de la iglesia y se
agranda el espacio para que los peregrinos, desde las seis de la mañana hasta
la media noche, desfilen ante el santo, participen en la eucaristía, reciban la
bendición con agua bendita y ofrezcan sus promesas y “juramentos”. Varios miles de personas forman este río
humano que no para de fluir. ¿Por qué san Judas Tadeo tiene este atractivo? No
hay explicaciones concluyentes. Algunos dicen que la devoción surgió a partir
de una sencilla reflexión sobre la figura de este apóstol de Cristo. Como el
nombre de Judas se asocia espontáneamente al de Iscariote, el traidor, a
alguien se le ocurrió promover la devoción del “otro” Judas (Tadeo), el desconocido,
y hacer de él una especie de portavoz de todos aquellos que no tienen voz en la
sociedad, con los que no se cuenta, de los “invisibles”. Enseguida la devoción
prendió en las personas que viven al margen de la sociedad: pandilleros, drogadictos, sicarios... Sintieron que –¡por
fin!– tenían un Patrón a la altura de sus deseos y necesidades. Desde entonces
han pasado casi 40 años. La devoción ha ido creciendo hasta convertirse en un
fenómeno que deja mudos a quienes nos acercamos desde otros lugares y
mentalidades.
Tanto la basílica
de Guadalupe como el Templo de San Hipólito (o de san Judas) son lugares en los
que se expresa de manera intensa, casi provocativa, la llamada religiosidad
popular. Personalmente, nunca he entendido bien el significado de este
concepto. Pareciera que se trata de una religiosidad de segunda categoría
frente a la religiosidad de las élites. El racionalismo clásico hablaba de una
religión racional (propia de las personas ilustradas) y de la religiosidad
popular (propia de quienes combinaban algunos conceptos religiosos con las
supersticiones más aberrantes). Abundan las obras críticas escritas desde esta perspectiva. Pero no es la única ni quizá la más profunda. Provengo de un contexto cultural y religioso más bien sobrio. Me cuesta sintonizar con muchas de estas manifestaciones. No han formado parte de mi
educación y tampoco responden a mi manera de entender la fe. Me pierdo en el
mar de bendiciones de objetos, juramentos, besos a imágenes, encendido de
velas, genuflexiones sin cuento y exclamaciones de admiración. Desde fuera,
podrían calificarse de supersticiones. Pero no me atrevo a juzgar a nadie. Y menos a desacreditar una forma peculiar de entender y expresar la fe. Prefiero estos excesos populares a la hipocresía de quienes viven una religiosidad ortodoxa en las formas pero mezquina en el corazón. ¿Quién conoce el interior de las personas? ¿Cómo actuaría Jesús en estos casos? ¿Qué haría si se presentara en plena basílica de Guadalupe y viera a miles de personas con estandartes y velas? ¿Sacaría un látigo
y empezaría a azotarlas como hizo con los cambistas en el templo
de Jerusalén? ¿O, más bien, sentiría compasión de todas estas personas que van –vamos–
por la vida “como ovejas sin pastor” y que buscan el auxilio de una Madre? Se pueden criticar muchas cosas, pero es siempre preferible una actitud constructiva. El papa Francisco habla de
la religiosidad popular “como
una forma genuina de evangelización”. Me apunto a esta línea.
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