Salí de Ciudad de México el domingo por la noche con 25 grados y aterricé ayer por la tarde en una Roma nevada y congelada. Hacía seis años que no se veía la nieve en la Ciudad Eterna, así que la ciudad quedó colapsada. Incluso hoy no abrirán los colegios, por orden de la alcaldesa Raggi, que, por cierto, se encontraba de visita en México. Yo mantengo con la nieve una curiosa relación de afecto, pero reconozco que ayer me resultó antipática. Hizo que mi viaje del aeropuerto a casa se demorara casi tres horas. Pero la vida sigue. A punto de salir para Nápoles, pienso en las muchas horas que tengo que pasar en aeropuertos y aviones. El viaje de ayer fue especialmente largo y pesado. Un avión es una especie de laboratorio en el que se ponen a prueba las actitudes y conductas de los seres humanos. Para empezar, un avión reproduce en sí mismo el sistema clasista que encontramos en la sociedad. Están unos pocos privilegiados que ocupan las butacas de first class; luego, los de la clase business, casi siempre con ínfulas de parecer alguien importante; y, por fin, la gran tropa de los que viajamos en clase turista o económica, como la denominan las compañías aéreas, haciéndonos sentir que nos conceden algún privilegio por el hecho de cobrarnos algunos euros menos que a los de las clases superiores.
Acomodados todos en
nuestras respectivas butacas (señoriales algunas, cuarteleras otras),
emprendemos el vuelo. Las pruebas de laboratorio, que ya habían comenzado en
las operaciones de facturación y control de seguridad, se intensifican a partir
del despegue. El personal de vuelo (desde el comandante hasta la última
azafata) se aprestan a soportar las
conductas de algunos pasajeros. Y nosotros, los usuarios, nos
preparamos para ser tratados de muy diversas maneras. Simplificando mucho,
siento que en Oriente (incluyendo las grandes compañías de Oriente medio como Emirates, Qatar o Ethiad) el pasajero
es tratado como un huésped. Se multiplican
los saludos, las sonrisas y las atenciones. El personal de a bordo hace lo posible
por demostrar que está al servicio de los pasajeros. A veces, incluso, hay
detalles que a uno lo dejan un poco sorprendido, como la entrega de una orquídea.
En Europa, en general, las compañías (desde Iberia
hasta Lufthansa, British Airways o Air France) te tratan como a un cliente, con corrección y cortesía, pero
sin especiales muestras de hospitalidad. Tú pagas y tienes derecho a unos
servicios. Eso es todo. La edad del personal sobrepasa en unos veinte años la
edad media del personal de Oriente. En Estados Unidos, salvo excepciones, todo
pasajero es un potencial terrorista. Te
lo hacen sentir mucho antes de emprender el vuelo, mediante controles de
seguridad, preguntas estúpidas y una ridícula actitud de superioridad.
Una vez que uno se mete
en la piel del huésped, del mero cliente o del potencial terrorista, comienza
la aventura. En el estrecho espacio de una butaca se concentran las mejores y
peores conductas de los seres humanos. Hay compañeros de viaje que ni siquiera
te saludan; otros, por el contrario, quieren conocer tu vida y milagros desde
los primeros minutos. Hay viajeros que ayudan a colocar las maletas a las
personas más débiles; otros, nada más sentarse, colonizan todo el espacio
alrededor (desde los reposabrazos hasta los compartimentos superiores). Predominan
quienes piden permiso para ir al servicio, reclinar el asiento o cambiar de
sitio; pero no faltan quienes se comportan como si el avión fuera el garaje de
su casa: se arrellanan en la poltrona, esparcen objetos por doquier
(periódicos, abrigos, bolsitas), cambian continuamente de postura y molestan a
las azafatas cada dos por tres como si fueran jeques en viaje de placer. Los
hay que colocan los pies descalzos sobre el asiento del vecino o eructan o
beben como cosacos… Detrás de todas las conductas, hay siempre una actitud. Algunas
personas se sienten los reyes del mambo y quieren que todos bailen a su son;
otras, por el contrario, son conscientes de que viajan con otras muchas y hacen
lo posible por evitar los inconvenientes y cooperar todo lo posible. O sea,
como la vida misma. ¡País!, que diría el inolvidable Forges.
Las fotos que ilustran la entrada de hoy corresponden a mi casa de Roma, tal como apareció ayer después de la nevada. Parece un paisaje canadiense. Os dejo ahora con un interesante reportaje sobre un experto en nieves, mi compañero José María Vegas, que desde hace 21 años vive en Rusia. Telemadrid lo ha incluido en uno de sus programas sobre Madrileños por el mundo. Espero que os guste.
Impresionante visita y testimonio. Además de Madrid y del equipo que tiene un portero esloveno. jejeje.
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