Siento debilidad
por el relato de la Transfiguración que nos propone el Evangelio de este II Domingo de Cuaresma. Este año leemos la versión de Marcos, la más
antigua. Es imposible captar el mensaje central sin desvelar los muchos
símbolos con los que Marcos construye este espléndido relato. Le dejo a
Fernando Armellini que lo haga con su habitual precisión. Yo me detengo en un
solo punto que juzgo esencial en relación con nuestra experiencia como
cristianos. Marcos sitúa esta escena en el centro de su Evangelio. Jesús es
consciente de que sus discípulos lo siguen sin saber muy bien quién es. A
menudo expresan sus dudas, sus dificultades para entender su mensaje o para
aceptar las consecuencias prácticas que de él se derivan. Por eso los invita a subir al monte. Es una excursión mistagógica. A partir de esta
experiencia “en un monte alto”, ya no se trata de hacer preguntas sino de
prepararse para aceptar con humildad el Misterio de Jesús, su desconcertante
destino; en otras palabras, su muerte y resurrección. En la cima del monte, los
tres discípulos escogidos (Pedro, Santiago y Juan) experimentan con una
claridad meridiana quién es Jesús, pero esa luz no les dispensa de un largo
itinerario de aceptación. Es verdad que Jesús es el Hijo amado del Padre, es verdad
que Moisés (la Ley) y Elías (los profetas) dan testimonio de él, pero eso no
les ahorra el salto de la fe. Cuando desciendan de la montaña al valle, tendrán
que seguir madurando. Una cosa parece clara: de quién sea este Jesús al que
siguen dependerá su propia identidad y su futuro. No es lo mismo seguir a un
maestro extravagante que al Enviado de Dios.
Creo que muchos
de los lectores de El Rincón de
Gundisalvus sois cristianos o, por lo menos, sentís simpatía por la persona
y el mensaje de Jesús de Nazaret. De lo contrario, no leeríais un blog como éste. ¿Cuántas veces os habéis
–nos hemos– preguntado quién es, en el fondo, este hombre? ¿Cuántas veces hemos querido saber si merece
la pena jugarnos toda la vida a una carta creyendo en él? Somos conscientes de
que, como les sucedió a los primeros discípulos, nuestra propia identidad
depende de la suya. Si creemos en él como un simple líder religioso que ofrece
algunas máximas interesantes de vida y que las rubrica con su ejemplo, entonces
nosotros no somos más que unos seres humanos que buscan vivir con honradez y
autenticidad –lo que no es poco en tiempos de tanta mentira y corrupción–, pero no aspirantes a una vida plena. Cambiar el mundo se nos antoja una empresa imposible
y seguir viviendo más allá de la muerte nos parece una quimera, aunque en
ocasiones revista la forma de un profundo anhelo. Solo podemos cambiar esta
percepción cuando aceptamos la invitación a subir a un monte alto; es decir, a
tener una experiencia profunda de Dios. Solo cuando Dios nos revela que este
Jesús de Nazaret es, en realidad, su Hijo amado, empezamos a atisbar el
misterio de su identidad y a entender muchas cosas de su inquietante mensaje.
Si Él es el Enviado de Dios, aquellos que creemos en él no somos simples
admiradores o discípulos de un palestino del siglo I, sino hijos e hijas
queridos por Dios, llamados a la plena comunión con Él.
Esta experiencia
puede ser calificada de transfiguración porque nos cambia por dentro y por fuera, nos
hace seres luminosos que descienden al valle de la vida cotidiana con el rostro
radiante. No necesitaremos multiplicar las palabras. Quienes nos vean
observarán en nosotros una luz especial. Pero esto no dura para siempre. Lo normal es que si no seguimos
cultivando esta “experiencia del monte” a través de una oración asidua, nuestro
rostro se vaya apagando con el paso del tiempo, olvidemos quién era Él y empecemos a dudar incluso de
nuestra verdadera identidad. La vida en el valle no tiene la intensidad espiritual
de la vida en la cumbre, pero es el banco de prueba para averiguar si ésta fue
una ilusión o una auténtica iluminación. Aunque ya no experimentemos el gozo de
la fe, aunque tengamos que caminar “por cañadas oscuras”, si seguimos
manteniendo la confianza en Él, si nos esforzamos por hacer vida su mensaje,
entonces, sin darnos cuenta, se irá produciendo en nosotros una profunda trasformación
que nos preparará para el encuentro definitivo. Al final, cuando nos llegue la
hora de la muerte, nuestra vida se habrá convertido en una hostia dispuesta
para la definitiva Eucaristía, para la transfiguración total.
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