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domingo, 25 de febrero de 2018

Quién soy yo depende de quién eres Tú

Siento debilidad por el relato de la Transfiguración que nos propone el Evangelio de este II Domingo de Cuaresma. Este año leemos la versión de Marcos, la más antigua. Es imposible captar el mensaje central sin desvelar los muchos símbolos con los que Marcos construye este espléndido relato. Le dejo a Fernando Armellini que lo haga con su habitual precisión. Yo me detengo en un solo punto que juzgo esencial en relación con nuestra experiencia como cristianos. Marcos sitúa esta escena en el centro de su Evangelio. Jesús es consciente de que sus discípulos lo siguen sin saber muy bien quién es. A menudo expresan sus dudas, sus dificultades para entender su mensaje o para aceptar las consecuencias prácticas que de él se derivan. Por eso los invita a subir al monte. Es una excursión mistagógica. A partir de esta experiencia “en un monte alto”, ya no se trata de hacer preguntas sino de prepararse para aceptar con humildad el Misterio de Jesús, su desconcertante destino; en otras palabras, su muerte y resurrección. En la cima del monte, los tres discípulos escogidos (Pedro, Santiago y Juan) experimentan con una claridad meridiana quién es Jesús, pero esa luz no les dispensa de un largo itinerario de aceptación. Es verdad que Jesús es el Hijo amado del Padre, es verdad que Moisés (la Ley) y Elías (los profetas) dan testimonio de él, pero eso no les ahorra el salto de la fe. Cuando desciendan de la montaña al valle, tendrán que seguir madurando. Una cosa parece clara: de quién sea este Jesús al que siguen dependerá su propia identidad y su futuro. No es lo mismo seguir a un maestro extravagante que al Enviado de Dios.

Creo que muchos de los lectores de El Rincón de Gundisalvus sois cristianos o, por lo menos, sentís simpatía por la persona y el mensaje de Jesús de Nazaret. De lo contrario, no leeríais un blog como éste. ¿Cuántas veces os habéis –nos hemos– preguntado quién es, en el fondo, este hombre?  ¿Cuántas veces hemos querido saber si merece la pena jugarnos toda la vida a una carta creyendo en él? Somos conscientes de que, como les sucedió a los primeros discípulos, nuestra propia identidad depende de la suya. Si creemos en él como un simple líder religioso que ofrece algunas máximas interesantes de vida y que las rubrica con su ejemplo, entonces nosotros no somos más que unos seres humanos que buscan vivir con honradez y autenticidad –lo que no es poco en tiempos de tanta mentira y corrupción–, pero no aspirantes a una vida plena. Cambiar el mundo se nos antoja una empresa imposible y seguir viviendo más allá de la muerte nos parece una quimera, aunque en ocasiones revista la forma de un profundo anhelo. Solo podemos cambiar esta percepción cuando aceptamos la invitación a subir a un monte alto; es decir, a tener una experiencia profunda de Dios. Solo cuando Dios nos revela que este Jesús de Nazaret es, en realidad, su Hijo amado, empezamos a atisbar el misterio de su identidad y a entender muchas cosas de su inquietante mensaje. Si Él es el Enviado de Dios, aquellos que creemos en él no somos simples admiradores o discípulos de un palestino del siglo I, sino hijos e hijas queridos por Dios, llamados a la plena comunión con Él.

Esta experiencia puede ser calificada de transfiguración porque nos cambia por dentro y por fuera, nos hace seres luminosos que descienden al valle de la vida cotidiana con el rostro radiante. No necesitaremos multiplicar las palabras. Quienes nos vean observarán en nosotros una luz especial. Pero esto no dura para siempre. Lo normal es que si no seguimos cultivando esta “experiencia del monte” a través de una oración asidua, nuestro rostro se vaya apagando con el paso del tiempo, olvidemos quién era Él y empecemos a dudar incluso de nuestra verdadera identidad. La vida en el valle no tiene la intensidad espiritual de la vida en la cumbre, pero es el banco de prueba para averiguar si ésta fue una ilusión o una auténtica iluminación. Aunque ya no experimentemos el gozo de la fe, aunque tengamos que caminar “por cañadas oscuras”, si seguimos manteniendo la confianza en Él, si nos esforzamos por hacer vida su mensaje, entonces, sin darnos cuenta, se irá produciendo en nosotros una profunda trasformación que nos preparará para el encuentro definitivo. Al final, cuando nos llegue la hora de la muerte, nuestra vida se habrá convertido en una hostia dispuesta para la definitiva Eucaristía, para la transfiguración total.

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