Pasan las horas.
El cielo sigue encapotado. Y la lluvia continúa cayendo suave sobre las lomas que
rodean el santuario de Fátima. Es como si no quisiera perturbar el bisbiseo de
las oraciones, sino sumarse a ellas con delicadeza. Me protejo con el paraguas
y me lanzo sendero abajo. A veces, la lluvia viene un poco racheada y me moja.
No me preocupa. Es fina. La humedad se seca pronto. Todo tiene un color grisáceo.
A algunas personas este clima les produce una honda melancolía. Sin sol no se
activan sus ganas de vivir. A mí me encanta el espectáculo de este orvallo
sostenido. Empapa sin arrasar. Tras meses de sequía, con decenas de muertos a
causa de los incendios forestales, Portugal recibe la lluvia del invierno con
gratitud. Es como recuperar al comienzo del año su vocación atlántica, la fortuna de ser un país humedecido por las brisas que vienen del océano. Poco a poco, el
manto vegetal deja de ser parduzco y se vuelve verde. Donde hay agua, hay vida.
En este contexto,
¿cómo no acordarse de la palabra de Dios? Es inevitable evocar el conocido
pasaje del profeta Isaías: “Como
descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que
empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al
sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que
no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido
aquello a que la envié” (Is 55,10-11). También la palabra de Dios se asemeja
a una lluvia fina que desciende sobre nosotros cada día. A menudo, apenas nos
damos cuenta de su impacto en nuestra vida. No desciende como granizo
demoledor, sino como agua suave que va empapando nuestra tierra. Sin que lo
notemos, va germinando nuestro suelo para que produzca convicciones más hondas,
sentimientos positivos, actitudes auténticas y conductas coherentes. Hay
algunas personas que me confiesan con mucha sinceridad que les aburre leer la
Biblia. Las comprendo muy bien. Sin una mínima formación, hay textos que se nos
caen de las manos. Nos parecen residuos de tiempos pretéritos que no significan nada para los hombres y mujeres de hoy, mitos precientíficos sin ningún interés. Pero se puede empezar con una pequeña dosis diaria. Uno
puede descargarse gratis en su dispositivo móvil (teléfono o tableta) una
aplicación sencilla; por ejemplo Palabra y Vida. Basta teclear estas palabras en el buscador para dar con ella.
Ofrece el evangelio de cada día y un breve comentario. En un par de minutos uno
puede abrirse a esta lluvia fina cotidiana.
Las personas que se
dejan empapar cada día por la lluvia de la Palabra de Dios experimentan lo mismo
que las plantas regadas mediante el sistema de gota a gota: con poca agua
crecen mucho. Una pequeña dosis diaria de la Palabra de Dios hace madurar
espiritualmente más que muchas lecturas, aparentemente más sustanciosas y
sugestivas. Es el poder transformador que solo posee la Palabra de Dios. No
torna sin haber realizado su misión. Al cabo del tiempo, las personas que más
nos conocen se sorprenderán de los cambios que se producen en nosotros. No se
trata de conversiones espectaculares sino de un “sexto sentido” que nos permite
discernir las cosas desde la voluntad de Dios, de una mayor sensibilidad a las
realidades del Espíritu, una dilatada capacidad de entrega y de servicio, una alegría
serena y sostenida en el tiempo, una actitud compasiva hacia las personas sufrientes y de una mayor disponibilidad para hacer lo que el Señor nos va pidiendo. Salvo en
casos aislados, la Palabra de Dios no actúa como una tormenta impetuosa sino
como esta lluvia suave que observo en el entorno de Fátima. ¡Ojalá el año 2018
esté regado por ella!
Gracias Gonzalo, porque a través de este RINCON, nos llega la Palabra de Dios como esta lluvia suave que comentas y va penetrando sin darnos cuenta...
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