Llueve sobre
Lisboa. La temperatura ronda los 13 grados. Dispongo de tiempo –esta vez sí–
para escribir con calma, antes de mi regreso a Roma. Aquí en Portugal, como en
otros muchos países, no hay tradición de celebrar los Reyes Magos. Los niños
reciben sus regalos el día de Navidad. Yo,
sin embargo, no puedo renunciar a mis raíces, así que, con un poco de retraso,
voy a escribir mi carta a sus graciosas majestades por si todavía disponen de
tiempo para satisfacer mis peticiones. No es necesario que recuerde mi peculiar
relación con ellos, porque eso ya lo hice en mi larga carta del año pasado. La
historia no cambia en doce meses. Así que, sin muchos preámbulos, iré al grano. Por otra parte, tengo la impresión de que los tres reyes son también
hijos de este tiempo digital. No les gusta mucho leer mensajes demasiado
largos. La mayoría de las cartas se reducen a un escueto mensaje de Facebook o a un jeroglífico en forma de guasap. Yo, que soy deudor de la era
Guttemberg, me extenderé un poco más, aunque no demasiado, en mi nueva
Carta a los Reyes Magos
Lisboa, 5 de enero de 2018
Queridos Melchor, Gaspar y Baltasar:
Este año he decidido dirigirme a vosotros por vuestro nombre. Os confieso
que lo de “reyes magos” me parece una contradicción. O se es rey con todas las
consecuencias, o se es mago. Juntar ambas funciones me parece un poco
indecoroso, casi un ejercicio de intrusismo profesional. Así que, vamos a dejarnos
de monsergas protocolarias y a llamarnos por el nombre que la historia o la
leyenda nos han dado a cada uno de nosotros. Yo soy Gundisalvus y vosotros sois,
mientras un estudio de alguna ignota universidad norteamericana no lo remedie,
Melchor, Gaspar y Baltasar. Espero que, a pesar del mal tiempo pronosticado
para este fin de semana, consigáis llegar a todos los hogares con la
puntualidad y discreción que os caracterizan. Yo procuraré recibiros también
con hospitalidad y mesura en mi retiro lisboeta.
El año pasado os escribí desde el Perú. Ahora lo hago desde un rincón que
siempre me ha atraído: Lisboa, la ciudad de la luz. Hoy parece no hacer honor a
su nombre porque el cielo está cubierto y no para de llover. Eso sí, se trata
de una lluvia menuda que casa bien con el tiempo en el que estamos. Os aconsejo
proveeros de buenos impermeables y de paraguas generosos. A Melchor, sobre
todo, dada su edad, no le conviene resfriarse. No están los tiempos para jugar
con la salud. Por otra parte, en estas fechas los servicios públicos están colapsados con la
epidemia de gripe.
Dado que el año pasado me trajisteis la estrella que os pedí, cosa que os
agradezco de corazón, porque me ha sido muy útil a lo largo de 2017, este año
quiero pediros tres regalos que considero imprescindibles. Os aseguro que no
los quiero para entretenerme o matar el tiempo. Son de esos regalos que sirven
para algo; o sea, que más parecen artículos de primera necesidad que regalos
para almacenar en un lugar escondido o para exponer en público. Espero que no
tengáis muchos problemas para encontrarlos, aunque me temo que no se venden en
los grandes almacenes sino solo en tiendas muy especializadas. Del precio
prefiero no hablar porque me parece de mal gusto mencionar estas menudencias.
Los regalos tienen nombres muy precisos, aunque tal vez se comercialicen con
otras marcas en algunos países. Se llaman sensatez
(creo que en Cataluña le dicen seny y
que últimamente parece escasear, si bien ha sido un producto muy abundante en
otras épocas), humanidad (no os
extrañéis de que pida esto en tiempos transhumanos
y a veces inhumanos como los nuestros) y esperanza
(este producto puede ser sustituido por genéricos como capacidad de soñar,
alegría, o incluso resiliencia, que en las últimas temporadas ha tenido mucho éxito,
aunque parece casi agotado).
Os pido sensatez en primer lugar
porque estamos perdiendo el oremus. Tras
años de una relativa paz social, al menos en la vieja Europa, por todas partes
están rebrotando extremismos de naturaleza étnica, religiosa, política y
cultural. Pareciera que no sabemos aguantar la paz y la tolerancia más de
cuarenta años. Consumidas dos generaciones, enseguida nos dedicamos a abrir
otra vez la caja de Pandora. Motivos no faltan. Siempre hay una causa que
defender, un grupo al que atacar o un objetivo metafísico que conseguir.
Olvidamos que nada es tan sacrosanto que exija perturbar una convivencia
construida a base de renuncias mutuas y de poner el acento en la argamasa que
nos mantiene ligados. El sueño de una Europa unida, tras siglos de violencia
absurda y fratricida, comienza a descoserse por algunas costuras. Me parece que
quienes alimentan estos movimientos xenófobos y supremacistas no son
conscientes del alto precio que pagaremos si regresamos a los tiempos de la
autoafirmación. ¡Incluso muchos entusiastas del Brexit están ya tomando conciencia del error que supuso un referéndum
tan visceral y poco sensato como el que condujo al aislamiento británico! La
sensatez que os pido puede servirnos para atemperar un poco la
explosión de los sentimientos que estamos viviendo en los últimos
tiempos, la manipulación de las emociones, los chantajes afectivos. Si no me
traéis un poco de sensatez, no sé si volveré a escribiros el próximo año. Y que
conste que esto no es una amenaza sino solo un desahogo sentimental, que para
eso estamos en plena feria de las emociones.
El regalo de humanidad lo
necesitamos más que el aire que llena nuestros pulmones. Comenzamos perdiendo
los hábitos de cortesía y acabamos golpeando a las personas o incluso asesinándolas.
En los últimos días me han alarmado las noticias que hablan de asesinatos en el
ámbito familiar. A veces, el arma homicida no es un cuchillo o una pistola sino
la indiferencia. Nos refugiamos en nuestros auriculares para no saludar al vecino,
pasamos por delante del dolor como quien contempla una excrecencia, nos habituamos
a los juegos violentos, al lenguaje agresivo, al insulto, a la descalificación
y a la calumnia. Es como si el planeta Tierra no pudiera albergar a casi ocho
mil millones de seres humanos y todos pugnáramos por asegurar nuestro puesto a
base de codazos o pisotones. Si no me regaláis un poco de humanidad, me temo que voy a
engrosar el grupo de personas que consideran que la compasión y la
misericordia constituyen el pasatiempo de los débiles. Los fuertes luchan siempre por
imponerse, caiga quien caiga.
El último regalo es el elixir de la esperanza.
¿Con qué cara me levanto cada día si no sé si esto tiene arreglo o no, si vamos
hacia alguna meta o estamos girando sobre el mismo eje como una peonza? Necesito
que me ayudéis a caer en la cuenta de que, mientras unos miles de indeseables están
haciendo lo imposible por destruir este planeta (el “nuevo orden mundial” lo
llaman), millones de hombres y mujeres anónimos están reparándolo y construyéndolo
cada día. Mientras el espíritu del mal siembra cizaña, el ángel bueno inspira
pensamientos y acciones cargados de verdad, bondad y belleza. Necesito que me ayudéis
a no sucumbir a la desesperación viendo cómo muchos jóvenes no encuentran
trabajo, otros sucumben ante la droga y ancianos sin recursos malviven con una pensión miserable. Necesito no
perder los nervios ante dos locos de atar como Donald Trump y Kim Jong-un, que
parecen jugar a ver quién la tiene más larga (la despensa nuclear, se entiende), como si el mundo fuera el patio de una escuela. Sin
esperanza, sin capacidad de soñar un mundo diferente, no vale la pena seguir
luchando. Espero que no hayáis agotado las existencias y que todavía podáis
dejar unos gramos a la puerta de mi cuarto.
Prometí ser breve, pero me he alargado más de la cuenta. Os pido disculpas.
Confío en que hayáis tenido la paciencia de leer mi carta hasta el final. Me
contentaré con que toméis buena nota de mis peticiones. Si no es posible
concederme las tres esta noche, las podéis ir repartiendo a lo largo del año. Al fin y al cabo, no voy a consumir los productos en un solo día. Ninguno de ellos tiene fecha de caducidad.
Me despido de vosotros agradeciéndoos de antemano vuestra gentileza y el
hecho de desplazaros este año hasta Lisboa cuando la capital portuguesa no forma parte de vuestros
itinerarios habituales.
Vuestro incondicional amigo,
Gundisalvus
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