Lisboa a
comienzos del nuevo año sigue teniendo el encanto de siempre. La temperatura es
suave. La gente ha vuelto ya al trabajo. Se lo he preguntado al taxista que me ha
traído del aeropuerto a casa. Me ha dicho que hay que empezar cuanto antes, que
ya ha habido muchos días de fiesta… para dar rienda a los sentimientos de
alegría, tristeza, melancolía, soledad, entusiasmo y alborozo. Esto último es,
naturalmente, fruto de mi cosecha. No atribuyamos a los taxistas lo que no han
dicho. En tiempos de frío racionalismo he sido un defensor de nuestro lado
emocional. Sigo creyendo que “lo afectivo
es lo efectivo”. Durante años he dirigido talleres sobre los niveles de
comunicación. Hemos aprendido a pasar del nivel de la mera cortesía (1) al de
la información (2). Hemos trabajado también el nivel de la opinión (3) y hemos
caído en la cuenta de la sutil barrera que lo separa del nivel de los
sentimientos (4). No es lo mismo decir “yo creo que” que decir “yo siento que”.
En el primer caso comunicamos opiniones, juicios, pareceres. En el segundo nos
aventuramos a revelar algo de nuestro fondo emocional. La comunicación se vuelve más profunda y auténtica. Un sentimiento es una
reacción emotiva, automática, ante un estímulo de la realidad. Es una fuerza
increíble que puede construir y destruir. Si no pasa el filtro de la
racionalidad para orientar su curso, fácilmente se convierte en un caballo
desbocado que produce más mal que bien.
Las Navidades son
una feria de sentimientos. Quizás los únicos que se sienten completamente a gusto, a su aire, son los niños. Es su fiesta. La desean a lo largo del año. Se establece una secreta complicidad entre ellos y
el Niño de Belén, dejando fuera a los adultos, como si nosotros hubiéramos perdido la capacidad de captar su esencia y la hubiéramos reducido a un rito anual de cartón piedra. Nosotros, a diferencia de los más pequeños, nos debatimos entre una
nostálgica (e imposible) vuelta a la infancia y un odio civilizado a unos días que nos desconciertan. Muchas amas de casa, que hacen llamadas telefónicas para felicitar a sus familiares y amigos, acaban hartas de preparar menús, organizar fiestas y lavar vajilla. Muchos
jóvenes van de resaca en resaca, como si el único villancico adecuado a su
estado de ánimo fuera ese de “Beben y
beben y vuelven a ver los peces en el río…”. Bastantes adultos naufragan en
sentimientos de tristeza que no saben exorcizar sino a base de champán y más horas de televisión y de sueño, aunque hayan dicho cientos de veces Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo. ¿Se puede ser feliz por imperativo del calendario o por el número de felicitaciones recibidas? ¿Y si todo fuera un despliegue de sentimientos fuera de
control? ¿Y si faltara un mínimo de racionalidad para vivir estas fechas con
emoción, sí, pero, sobre todo, con una clara conciencia de lo que celebramos?
Quizás estamos
viviendo en los últimos años una eclosión sentimental que se manifiesta en el
campo político, afectivo, artístico y deportivo. Nos parece que no hay nada
más auténtico que un sentimiento en estado puro. Cuanto más salvaje, mejor. Por eso decimos frases rotundas: “Yo me siento esto o lo otro”. Reivindicamos respeto para lo que sentimos y lo elevamos a la categoría de un dogma incuestionable. Creemos que nadie puede tocar nuestros sacrosantos sentimientos, aunque sean negativos o incluso perversos. Lo que proviene de las vísceras se ha elevado al grado supremo de verdad. En caso de que alguien quiera introducir un poco de racionalidad, contraatacamos con otro sentimiento para añadir más leña emocional al fuego que ya arde: “Me siento incomprendido, agredido, etc.”. Es el chantaje de las emociones con el que pretendemos frenar en seco cualquier discernimiento objetivo y sensato. Este es unos de esos engaños homicidas a los que cíclicamente sucumbimos. Un sentimiento es una fuerza enorme,
arrolladora. No es ni bueno ni malo (juicio moral), pero puede ser positivo (si me construye como ser humano) o negativo (si me destruye) (juicio psicológico). Es como un barco que desarrolla una
velocidad de muchos nudos. Todo depende de cómo manejemos el timón, de hacia
dónde lo dirijamos. Un sentimiento sin control, por profundo y auténtico que parezca, acaba empotrando nuestra barca
en los acantilados de los celos, el resentimiento, la soberbia o la melancolía.
Bien gobernado, un sentimiento promueve lo mejor de nosotros mismos. Nos lleva
a puertos bonancibles y a playas serenas. Nunca es tarde para aprender algunas
normas elementales de navegación si no queremos repetir una y otra vez los
mismos errores. No sé si esto tiene mucho que ver con la Navidad, pero es lo
que me viene a la mente al comienzo del nuevo año. Por cierto, una vez más, feliz y sentimental (dentro de un orden) 2018.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.