Soy un enamorado
del lenguaje. Creo en su poder transformador. Si se banaliza, se convierte en parole, parole, parole… puro flatus voci. Si se carga de verdad, es
una bendición. Sirve para engatusar y emocionar, para amenazar y consolar,
para desorientar y aconsejar, para frenar y estimular, para maldecir y
bendecir. Una frase corta (“Te odio”) puede matar a una persona. Es más dañina
que una bala. Pero otra frase corta “(“Te amo”) puede ponerla en pie. No hay
medicina más eficaz. Porque la palabra humana es un arma de doble filo,
necesitamos aprender a usarla bien. Cada día nos estamos entrenando un poco.
Las personas que saben desarrollar el poder creador de la palabra construyen el
mundo. Las que utilizan la palabra como una bomba de odio y rencor lo
destruyen. Las malas palabras son como una guerra mundial a trozos. Quienes han recibido el carisma de la bendición, quienes pronuncian palabras afirmativas, transforman más el mundo que quienes se dedican a construir carreteras o poner inyecciones porque la palabra es creadora de identidad, llega al corazón de las personas, penetra en el santuario de la conciencia.
El capítulo 3 de la carta de
Santiago es una pequeña joya. Os invito a leerlo entero en el enlace
anterior. Nos regala pistas para el buen uso de la palabra. Comienza
reconociendo una verdad como un templo: “Todos
fallamos muchas veces: el que no falla con la lengua es varón cabal, capaz de
frenar todo el cuerpo” (v. 3). Después sigue describiendo los efectos de la
lengua para llegar a una conclusión un poco desalentadora: “La lengua nadie la logra domar: mal infatigable, lleno de veneno
mortífero. Con ella bendecimos al Señor y Padre, con ella maldecimos a los
hombres creados a imagen de Dios” (8-9). Examinando el lenguaje de los
políticos, por ejemplo, uno cae en la cuenta de las distorsiones y
manipulaciones de las conciencias que pueden hacer mediante un uso torticero de
la palabra. Es increíble cómo algunos, aunque vendan humo, consiguen enardecer a las masas. Otros,
aunque canten con claridad las verdades con claridad meridiana, no son escuchados, quizá porque cada uno
escuchamos lo que queremos oír. O porque la mentira es a menudo más empalagosa que la verdad. Sin embargo, solo la verdad nos hace libres. Conviene no olvidarlo nunca, sobre todo en momentos de confusión personal o delirio colectivo.
Todo esto viene a
cuento para acentuar solo una cosa: la hondura de la expresión “Te
doy mi palabra”. Cuando decimos esto no estamos afirmando que le estamos entregando a
nuestro interlocutor un vocablo sonoro y eufónico, sino que nos estamos
entregando nosotros mismos. La palabra es lo más valioso que tenemos: es
expresión de nuestra propia identidad. Te
doy mi palabra equivale a decir: puedes contar conmigo, fíate de mí, estoy
a tu lado, no te voy a fallar. Los hombres y mujeres cabales son personas “de palabra”;
es decir, confiables. Por el contrario, cuando decimos de alguien que no es
hombre o mujer “de palabra”, queremos decir que no nos podemos fiar. Faltan
menos de diez días para la Navidad. El miércoles escribí que sin
Adviento no hay Navidad. ¿Cómo transformar estos días en una
preparación para acoger a la Palabra “hecha carne” (Jn 1,14). La Navidad es el
saludo de Dios al mundo. Él nos dice con toda verdad: “Te doy mi Palabra”; es
decir, te doy todo lo que soy y tengo: mi propio hijo. Por eso, podéis fiaros
de mí. No soy un Dios arbitrario que juegue al escondite: ahora sí, ahora no. Os
he dado mi Palabra. El pacto no se rompe porque “la palabra de Dios permanece
para siempre” (Is 40,8; 1 Pe 1,25). Todavía hay tiempo para acoger con serenidad y gratitud este
mensaje.
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