El martes pasado
asistí a una interesante conferencia en la embajada de España ante la Santa Sede,
ubicada en el magnífico Palacio de España de Roma. En realidad, se trató de tres miniconferencias de unos veinte minutos cada una.
El motivo era la presentación de la novela histórica “El
tercer rey”, escrita por el jesuita Pedro Miguel Lamet. El
pasado 8 de noviembre celebramos el quinto centenario de la muerte del Cardenal
Cisneros, cuyo nombre de pila era Gonzalo, si bien, cuando con el correr del tiempo entró
en la Orden franciscana, lo cambió por el de Francisco en honor a su santo
fundador. Cisneros nació en Torrelaguna (Madrid), aunque su familia procedía de
Cisneros (Palencia). Murió en Roa de Duero (Burgos) a la nada despreciable
edad de 80 años, en un tiempo en el que la expectativa de vida de los varones
era muy inferior. Este hombre original, al que muchas personas han conocido
solo a través de la serie Isabel,
fue muchas cosas: buscador, abogado, prisionero, franciscano, confesor de la
reina Isabel, consejero, arzobispo de Toledo y primado de España, cardenal,
tercer Inquisidor General de Castilla, político, guerrero, regente (por dos
veces), fundador de la Universidad Complutense, promotor de la famosa Biblia
Políglota Complutense y muchas más cosas. Es difícil encontrar un
personaje con tantas aristas. Pedro Miguel Lamet no ha tenido que inventar nada
para hacer atractiva la vida del “tercer rey”. Os recomiendo la novela.
Un blog como éste no es el lugar más adecuado
para contar, siquiera sintéticamente, la vida de este interesante personaje, pero
sí para abrir el apetito. Mientras recorría los nobles salones de la embajada
española, imaginaba a Francisco (Gonzalo) Jiménez de Cisneros transitando por
las calles de Roma, ciudad en la que vivió varios años y en la que se ordenó
sacerdote en torno a 1460. Imaginaba su figura ascética, sus ganas de hacer
carrera. Lo imaginaba luego en la corte de Isabel de Castilla, tratando de
poner orden en una nobleza levantisca. Lo imaginaba con su carácter rectilíneo
en contraste con el más templado del jerónimo Hernando de Talavera,
primer arzobispo de la Granada reconquistada a los moros. Lo imaginaba, en fin,
ninguneado por el emperador Carlos I y muerto quizás de pena. Es imposible
trazar un juicio objetivo sobre un personaje tan complejo, tan lleno de
contrastes y quizás de contradicciones. Pero hay algo que, en el contexto
actual, conviene rescatar: cuando ejerció de político buscó el bien común y no
su lucro personal, lo que no deja de convertirlo en una rara avis en la fauna de los personajes que merodeaban por la
corte. ¿Un “tercer rey” que siguió viviendo como un asceta? Parece imposible. Solo
un hombre de grandes convicciones y hábitos abnegados pudo mantenerse libre.
Hoy los políticos
suelen tener mala prensa. Se los asocia casi siempre a clientelismo,
incapacidad, corrupción, etc. Esta imagen negativa no favorece que personas
capaces y honradas se atrevan a comprometerse en un campo esencial para la vida
en sociedad. Me he encontrado a pocos jóvenes bien preparados que quieran
asumir una profesión “de alto riesgo”… moral. Prefieren orientarse hacia la
actividad privada. Es comprensible. Sin embargo, necesitamos recuperar lo más
noble de la política. Necesitamos contar con personas de altas miras, como el
Cardenal Cisneros, que no busquen su provecho personal sino el bien común. Se suele
decir que un político mediocre tiene como horizonte máximo las siguientes
elecciones; un estadista apunta, al menos, a una generación. Hay cambios que solo
son eficaces cuando se los plantea a largo plazo. En la crisis democrática que
padecemos, sueño con una generación de jóvenes políticos (ellos y ellas) que
aporten ideas nuevas, integridad moral, capacidad de entrega y ganas de no repetir los errores de siempre.
Creo que una de las primeras cosas que hay que cambiar es el sistema clientelar
de muchos partidos. Los políticos tendrían que deberse más a los ciudadanos que a
las formaciones en cuyas filas militan. En fin, que no estaría mal una generación
de jóvenes Cisneros, pero sin el extremismo y la intransigencia que en ocasiones caracterizaron al viejo cardenal.
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