Esta afirmación
se la oigo cada vez más a personas con un nivel de instrucción alto. La repiten,
con variaciones, muchos de los personajes interesantes que el periódico
catalán La Vanguardia presenta cada día en la sección
La
Contra. No me extraña mucho porque
responde al clima cultural que estamos viviendo. Hace cuarenta o cincuenta años,
muchos intelectuales exhibían su ateísmo como una prueba de rebeldía frente al
poder despótico de las religiones institucionalizadas y como prueba de una gran
libertad de pensamiento. Hoy son pocas las personas que se declaran
abiertamente ateas. Domina un suave agnosticismo y, en la mayoría de los casos,
una sincera búsqueda espiritual. La vida es demasiado compleja como para
ser reducida a un proceso bioquímico. Los espirituales de hoy no lo son por
déficit de racionalidad, sino por exceso. Es decir, se han dado cuenta de que
la razón es solo una de las vías –no la única y quizás no la más profunda– que
los seres humanos tenemos de interactuar con la realidad global. Son sensibles
a otras dimensiones. No desdeñan nada que pueda abrir puertas o ventanas. Se
sienten atraídos por el budismo, por la mística sufí, por la neurociencia, por
rituales tradicionales e incluso por la new age. Llegado el caso, pueden encontrar luz en algunos elementos del
cristianismo, aunque muchos de ellos sienten como una necesidad compulsiva de
desembarazarse de él porque consideran que ha mantenido a muchas personas en
una permanente minoría de edad. Es curioso que muchos de los que piensan así se
hayan educado en instituciones cristianas. Es como si el paso por ellas los
hubiera vacunado de por vida, como si no hubieran aprendido a buscar por sí mismos sino solo a acatar directrices y cumplir prácticas.
Ir de espiritual por la vida tiene mucho de búsqueda
sincera y también de moda sobrevenida. En este caso, más que en otros, toda
generalización resulta injusta e insignificante. Cada uno de nosotros tiene su propia trayectoria. Hace décadas, el poeta León Felipe lo expresó con
maestría: “Para cada uno guarda un camino
virgen… Dios”. Como misionero, soy muy respetuoso del camino individual.
Siento un rechazo instintivo ante toda imposición autoritaria. A Dios no se
llega por la vía del “ordeno y mando”, sino por la via pulchritudinis (el camino de la belleza) y, sobre todo, por la via amoris (el camino del amor). Se trata de una atracción interior, no de una imposición externa. Cada
vez que vengo a África redescubro la importancia de dejarnos redimir y conducir
por la belleza. Para quienes abren los ojos del corazón, la naturaleza se
convierte en la primera pedagoga que nos lleva al Misterio, antes incluso que la Biblia u otras mediaciones. No me resisto a
transcribir un hermoso texto del libro de la Sabiduría: “Sí, eran vanos por naturaleza todos los hombres que ignoraban a Dios,
y fueron incapaces de conocer al que es por las cosas buenas que se ven, y no
reconocieron al artífice fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses
al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a
las lumbreras celestes, regidoras del mundo. Si fascinados por su hermosura los
creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Dueño, pues los creó el autor de
la belleza; y si los asombró su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso
es quien los hizo; pues, partiendo de la grandeza y belleza de las criaturas,
se puede reflexionar y llegar a conocer al que les dio el ser” (13,1-5). No
costaría mucho aplicar este texto a quienes hoy se sienten atraídos por la
estructura del ADN, por los progresos de la neurociencia, por las investigaciones
macro y microscópicas, pero son incapaces de ir más allá de la descripción de
fenómenos. No han aprendido a remontarse hasta el Origen de todo.
Uno puede
encontrarse muy cómodo con la etiqueta de espiritual. Te permite ir por la vida
como un buscador, te mantiene despierto, apela a la conciencia, mantienes una
sana equidistancia entre el ateísmo dogmático y las religiones institucionales,
pero… Este pero es el que me deja más
inquieto. Pero nada es comparable a la experiencia de encuentro personal con
Jesús de Nazaret. A los amigos del Rincón
os recomiendo leer desde esta perspectiva el capítulo 3 del evangelio de Juan
en el que se narra el encuentro de un buscador ilustrado (Nicodemo) con Jesús.
Ese diálogo, retocado teológicamente, describe muy bien en qué consiste el paso
de la búsqueda al encuentro, de la espiritualidad impersonal a la
espiritualidad movida por el Espíritu de Dios, de la sensibilidad al
compromiso, de la idea de un Dios impostor a la experiencia de un Dios que
salva. Estas cosas no se pueden describir fácilmente a base de palabras, por
más que estemos inundados de reflexiones. Constituyen el corazón de la verdadera
experiencia espiritual: “Tanto amó Dios
al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino
tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3,16-18). Se requiere tiempo y humildad para captar el profundo significado de esta verdad.
Muchísimas gracias por la luz que aportas en este post... Buen trabajo en Africa... Unidos por la oración... Un abrazo
ResponderEliminarSi es con esta música, todavía mejor
ResponderEliminarhttps://youtu.be/arqDSrXXiS8
Bach es mi debilidad. Gracias, Carlos.
EliminarMe ha encantado la crónica de hoy. Gracias, Gonzalo
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