Este XXXII
Domingo del Tiempo Ordinario ha amanecido en Roma con un sol radiante, fruto
del “veranillo
de san Martín”, aunque para mañana se anuncia un descenso brusco de las
temperaturas. El Evangelio de este domingo habla de fiesta de bodas, de vírgenes
sensatas y necias, de lámparas y de aceite. No estoy seguro de que la parábola
de Jesús conecte, a las primeras de cambio, con nuestros símbolos modernos,
pero el contenido no puede ser más actual. Jesús habla de una fe que sabe
esperar y que se prepara para las sorpresas de Dios. Es muy probable que en
esta cultura acelerada hayamos perdido la capacidad de esperar. Queremos que
todo suceda pronto. La técnica trata de acortar al máximo los tiempos en todos
los órdenes de la vida. Las comunicaciones son quizás el campo donde percibimos
con más claridad esta inmediatez. Basta pulsar un botón o deslizar el dedo por
una pantalla táctil para hablar con una persona, al mismo tiempo que vemos su
cara. Recuerdo mis largas esperas de niño. Cuando llegaba el otoño esperaba con
impaciencia la llegada de la Navidad y, de manera especial, las noches mágicas
de Nochebuena y de los Reyes Magos. Esperaba el nacimiento de un nuevo hermanito.
Esperaba las vacaciones de verano. Esperaba un viaje o un campamento de verano.
Esperaba la salida del sol o la aparición de la luna llena. Esperaba la llegada
de un amigo. Esperaba la visita a los abuelos. Esperaba que cayese la primera
nieve en el invierno. Esperaba recoger el primer níscalo del otoño. Esperaba
una bicicleta y una guitarra… Todas esas esperas tan sencillas, tan ligadas a
la vida cotidiana, eran, en realidad, un símbolo, un laboratorio de esa espera continua
que es la fe en Dios.
Lo difícil no es
creer que Dios existe, sino mantenernos perseverantes en la fe cuando tenemos
la impresión de que se hace de noche y él no acaba de llegar. Uno puede tener
la tentación de creer que todo ha sido una ilusión. O, peor aún, puede dormirse,
apesadumbrado por el peso de la vida cotidiana y de una espera fallida. O, con
humildad, puede ir rellenando la pequeña lamparita de la propia vida con el
aceite de una espera humilde y paciente. Los hombres y mujeres modernos, acostumbrados
a que todo suceda rápido, no estamos preparados para esperar a Dios. Hemos ido matando las pequeñas esperas humanas. Nos
hemos vuelto impacientes. No tenemos humildad para rellenar nuestras lámparas.
Nos dejamos dominar por la noche y el sueño. Puede que cuando Dios llegue (en
forma de experiencia intensa) nos pille tan desprevenidos que no seamos capaces
de reconocer su llegada.
¿Cómo se puede
cultivar una actitud de espera? Dejando a Dios ser Dios, no escribiéndole el
guion de lo que tiene que hacer o dejar de hacer, no sometiéndolo a nuestras
ansiedades y temores, estando abiertos a sus tiempos y sorpresas, confiando en
que Él nunca falla, aunque nosotros nos cansemos. Y por otra parte, rellenando
nuestras lámparas con el aceite de la atención, la vigilancia, la oración y el
servicio. Todas estas virtudes nos mantienen despiertos, nos libran de la
modorra que produce estar secuestrados por las preocupaciones del presente.
Admiro mucho a las personas que no pierden los nervios cuando las cosas no
suceden en los plazos programados o según el modo previsto. Son personas abiertas
a las sorpresas de la vida, que saben aprovechar lo que sucede, que tienen un planteamiento
estratégico. No se inmutan porque no haga el tiempo que quieren. Han aprendido
a querer el tiempo que hace. Por eso, se dejan llevar por los ritmos de Dios,
han desarrollado una extraordinaria capacidad de observación para percibir los
destellos de su luz incluso en las experiencias más oscuras. Sus lamparitas
rellenas con el aceite de la paciencia y de la humidad iluminan la senda de
quienes nos venimos abajo cuando las cosas no suceden como habíamos previsto, o
cuando Dios no responde a las llamadas de nuestro teléfono.
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